La «cobardía del Rey»


Corren muchos ahora, por «redes sociales», que parecen saber de todo y no tienen empacho en opinar de todo (los proverbiales «cuñaos»). Y ahora esta tropa la ha tomado con el Rey. Le ven como «último refugio» ante las tropelías de Sánchezstein, al que parece que nadie puede detener ahora mismo. Dan puñetazos virtuales en la barra de bar y dicen, a voz en cuello: «¡El Rey debería hacer algo!» (con o sin puñetazo). «¿Para qué sirve esto (en referencia a Su Majestad)?» y lindezas semejantes.

Ante este cúmulo de despropósitos que se dicen muchas veces sin pensar, quisiera reflexionar brevemente sobre la figura del Rey en nuestra Constitución.

La Constitución regula la institución de la Corona en su Título II. No está de más recordar que, como institución del Estado que es, debería desarrollarse por Ley Orgánica; y cabría preguntarse por qué este tema nunca ha estado en la agenda de los políticos. ¿Acaso temen, al desarrollarlo por Ley Orgánica, que se creen resquicios por donde ampliar las facultades y funciones del Rey?

En primer lugar, el Rey es el Jefe del Estado, lo que se deduce del art. 1.3 de nuestra Norma fundamental. Si «la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria», el Rey ostenta la función o cargo de Jefe del Estado, tanto a efectos internos como internacionales. El art. 56 CE dota de contenido al art.1.3 CE que acabamos de citar:

«El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia,

arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones,

asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica,

y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes».

Hemos partido en diversos trozos este art. 56.1 CE para facilitar el análisis. Así, pues, la Monarquía es un símbolo de la unidad y permanencia del Estado, por lo que puede decirse que, aunque no manda (gobierna), sí dispone de una auctoritas moral que le permite colocarse por encima de los partidos y de la verdulería en que últimamente se ha convertido la «batalla política».

Por ello también y desde esa posición, «arbitra y modera el funcionamiento normal de las instituciones». Es decir: por mucho que algunos quieran, el Rey no debe convertirse en una especie de coronel Riego, que realiza un pronunciamiento como el de Cabezas de San Juan, porque perdería ipso facto esa auctoritas. Eso, por mucho que «ejerza el mando supremo de las Fuerzas Armadas» (62.h CE). Prueba de esa auctoritas fue el hecho de salir por la televisión el día 1 de octubre de 2017 y el discurso que dio en esa ocasión, que bastaron para que la gente saliera a la calle y el golpe de la republiqueta dels cinc minuts se frenara en seco.

El tercer inciso sirve para contestar a aquellos que preguntan «para qué sirve esto». Asumir la más alta representación del Estado se entiende en el contexto de las relaciones internacionales, en el sentido que expresan los apartados 2 y 3 del art. 63:

«Al Rey corresponde manifestar el consentimiento del Estado para obligarse internacionalmente por medio de tratados, de conformidad con la Constitución y las leyes.

Al Rey corresponde, previa autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz».

No cabe sino «maravillarse» de cómo los «padres de la Patria» (los redactores de la Constitución) ataron las manos al Rey a través del mecanismo del refrendo. Dicho pronto y mal, para actuar como tal el Rey necesita el «permiso» de ciertas personas e instituciones, salvo en lo que se refiere a su propia Casa. Las personas e instituciones que refrendan los actos del Rey son (64.2 CE):

  1. Las Cortes Generales, para el citado caso de la manifestación del consentimiento del Estado.
  2. El Presidente del Gobierno, de quien ha de partir la propuesta de actos como la convocatoria de un referéndum consultivo (previa autorización del Congreso) o la disolución de una o de ambas Cámaras (previa deliberación en el Consejo de Ministros).
  3. El Ministro competente, en su caso.

De lo anterior se puede deducir que el Rey, por sí solo, no puede hacer nada importante. Y sólo porque la frustración ante lo que está ocurriendo nos haga suspirar por «un Rey de verdad», no significa que el Jefe del Estado pueda quebrantar la norma de la que deriva su propia legitimidad. En este sentido, creo que es prudente que el Rey no se líe la manta a la cabeza, a pesar de que haya un «castrofelón» que esté dando un golpe de Estado a cámara lenta y vaya ocupando poco a poco las instituciones, aplaudido por la patrulla de orcos que lo sostienen, que se relamen los belfos pensando en la factura que le van a pasar y que, indefectiblemente, pagaremos nosotros.

Entonces, ¿qué es lo que hay de fondo en todos esos berridos de «¿para qué sirve esto?» y «el Rey debería hacer algo»? Tomaré prestada la respuesta de Ibiza Melián, que no es santa de mi devoción por su probable orientación masónica, pero que podría tener razón en lo siguiente (La corrupción inarmónica, su tesis doctoral): los españoles anhelan la venida de un Mesías para que haga el trabajo que ellos no quieren hacer. El último que se colgó esa misión sobre los hombros fue Franco, cuyo recuerdo tratan ahora de borrar a todo trance quienes perdieron la guerra civil después de provocarla (y no pocos que vivieron a cuerpo de rey durante su régimen, que entonces no llamaban «dictadura» como hacen ahora). Y como el Rey emérito, Juan Carlos I, fue el que juró los Principios del Movimiento Nacional, automáticamente se considera que la Monarquía es un «resquicio franquista» al que debería aplicarse la «Ley de Memoria Memocrática».

Otro detalle importante, aunque no se haya dado aquí, es el hecho de que el Rey puede «ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley, que no podrá autorizar indultos generales». Es decir, el Rey puede ejercer ese derecho de gracia respecto a personas individuales (un suponer, Carles Puigdemont u Oriol Junqueras), pero no en general. En esto sigue vigente la Ley de 18 de junio de 1870, de Reglas para el ejercicio de la Gracia de indulto. Dado que ninguno de los delitos cometidos por los rebeldes/sediciosos se halla entre las exclusiones de dicha Ley, el Rey podría ejercer dicha prerrogativa de gracia. Ni qué decir tiene que esto, desde el punto de vista judicial, se considera una intromisión en el quehacer de los jueces.

Así, pues:

ante un Presidente en funciones que poco a poco va colonizando las instituciones para asegurarse la permanencia en el sillón, sin importarle el precio a pagar a los orcos que lo sostienen;

ante una oposición inane, que berrea mucho pero que en el fondo permite que pasen estas cosas que están pasando (tal vez porque, en algún caso, saca o espera sacar tajada de ello);

ante unas instituciones «extrapolíticas» (particularmente quiero referirme a la Iglesia Católica, por el peso histórico que ha tenido en España) que, como norma, prefieren contemporizar con el poder a rebelarse ante la injusticia por miedo a las posibles represalias;

ante un Ejército que ha quedado para participar en «misiones internacionales» (es verdad que cuando lo ha hecho, con alguna excepción no debida a éste, ha sido rayando a gran altura), cuando en realidad la primera misión del Ejército es preservar la integridad territorial de la Nación y defenderla de sus enemigos internos y externos;

ante una prensa genuflexa que ha renunciado al código de «ir, ver y contarlo» y se dedica a labores de cortesanía política y a ametrallar al respetable con un aluvión de noticias insustanciales mientras oculta la verdad por un precio relativamente bajo;

ante una ciudadanía degradada a la categoría de rebaño y, si no emasculada, sí profundamente dormida o atontada por la droga de los móviles y las redes sociales…

y recordando el título de un panfleto escrito por Lenin,

la cuestión es «qué hacer».

Pero sí sabemos una cosa: el Rey no se puede convertir en Curro Jiménez, por mucho que algunos quisieran. Sus actos, por desgracia, son debidos y es complicado negarse a ellos, por no decir imposible. Tendrá que soportar la carga de ser llamado «cobarde» por algunos.

Tampoco puede hacer el trabajo que nos toca a nosotros como «pueblo en el cual reside la soberanía nacional». Habremos de darnos cuenta, en algún momento, que estamos ahora mismo como los animales de Rebelión en la granja:

Doce voces gritaban enfurecidas, y eran todas iguales. No había duda de la transformación ocurrida en las caras de los cerdos. Los animales, asombrados, pasaron su mirada del cerdo al hombre y del hombre al cerdo; y, nuevamente, del cerdo al hombre; pero ya era imposible distinguir quién era uno y quién era otro.

George Orwell, Rebelión en la granja

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Autor: Aguador

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