Ya saben ustedes que un servidor es monárquico malgré lui, es decir, porque las opciones reales a la solución monárquica son bastante peores –o por lo menos de probada ineficacia–. En estas circunstancias el fervor monárquico que manifestó el pueblo madrileño ayer y cuantos guiris acertaron a estar ayer en la Villa y Corte debe ser atemperado. Por cierto y nuevamente, lo siento por los de la chapa.
De entrada, digamos que la organización del hecho no resiste la comparación con el ejemplo holandés, que es el más reciente que tenemos. En Holanda se tomaron tres meses para preparar las cosas. La reina Beatriz, coincidiendo con el fallecimiento de su primogénito Johan Friso tras años de estar en coma, anuncia que va a abdicar en la persona de su segundo hijo Guillermo Alejandro de Orange y su esposa. Perfecto. Se hacen los preparativos y el nuevo rey es coronado con el fasto y boato que la ocasión merece, hasta tal punto que las señoritas que se exhiben en los escaparates de Amsterdam son las mismas que agitan las banderitas holandesas durante el acto de coronación. No se deja ningún detalle al azar y todo sale redondo.
En España, sin embargo, todo huele a sospecha. Lo más sospechoso es que Mariano –cosa increíble– abandonara el plasma y dijera a todos los españolitos «que el Rey dirigiría una alocución al pueblo relativa a su abdicación a las 13 horas». Es decir, que tenía que haber sido el Rey, sin intermediario alguno, el que anunciara su propia abdicación. En esto, como en las cuestiones amorosas, lo peor que se puede hacer es mandar un mensajero: pueden acabar acribillados tanto éste como el mandante. Mi opinión personal –remarco– es que desde hace tiempo se estaba barajando apartar al Rey de sus reales funciones. No queda muy claro si es que está gagá… o los escándalos en que anduvo metido últimamente atrajeron una atención indeseada de los medios o ambas razones. El caso es que la operación tiene jalones como la publicación del libro de Pilar Urbano, que naturalmente todos los palmeros a sueldo crucifican. Y otros de los que sabremos a su debido tiempo. Y otros de los que tal vez nunca sepamos nada.
Planteadas así las cosas, el único camino que le quedaba al Rey Juan Carlos era la abdicación. Sólo que como él se resistía, sale Mariano primero para forzarle a hacerlo, como aquel que tras las bambalinas da un empujón al actor para que salga a escena de una vez. Abdica el Rey y a toda prisa –porque en 39 años no ha habido tiempo suficiente como para plantearlo– se vota y aprueba una ley orgánica de abdicación de artículo único. De la ley a la ley por medio de la ley. La razón de la sinrazón que a mi razón parece, vamos.
A partir de aquí se multiplican los agradecimientos por servicios prestados y el nivel de almíbar es tan elevado que, si ustedes son diabéticos, no les recomiendo para nada leer toda la catarata de parabienes que se dedican al Rey saliente. Las palabras que más se mencionan son «estabilidad» y «enaltecimiento de la Nación en el concierto internacional» (non sic) y otras expresiones similares. En todo este tiempo muy pocos ponderan la dignidad de la única persona digna de la real fauna: a saber, la Reina Sofía. Dignidad en el ejercicio de sus funciones no oficiales y, sobre todo, dignidad en la llevanza de cuernos que le ponía su real marido. Nunca oímos de ella un reproche sobre este particular. Por ello, bien se merece el homenaje que ayer le dedicó el nuevo Rey.
En este entreacto la presión republicana se incrementa, como ya hemos contado en otras entradas de este blog. Bástenos aquí recordar que la «república» que quieren ésos se adorna con banderas de la II República (tan preconstitucionales como la del águila de San Juan) y banderas soviéticas, que no sabemos que es peor: recordar lo que significó la hoz y el martillo para 100 millones de personas o que quienes ondean esas banderas no tengan ni idea de ello. No obstante, dicha pretendida presión no pasa de cuatro algaradas. El grueso de la gente está en otras cosas.