Siguiendo con lo que planteábamos en la anterior entrada, véase en este texto cómo dar valor al culo:
Cuando nació la democracia moderna, entre los siglos XVIII y XIX, se suponía que personas con capacidades acreditadas en su vida privada dedicarían unos años a los negocios públicos, en caso de ser elegidos por sus conciudadanos. Hay países que, de un modo u otro, siguen funcionando así, con políticos que no lo son de por vida y que, para serlo, han tenido que demostrar antes de lo que son capaces. Aún más importante: asumen que su paso por la política no es definitivo, y están dispuestos a volver a sus asuntos cuando el país ya no requiera sus servicios.
En España, mientras, a la política se llega de otra manera. Nuestra democracia ha ido diseñando un cursus honorum, una carrera política ideal que nada tiene que envidiar a la de la antigua República romana. El político típico de ahora sus primeros pasos en las juventudes de los partidos, sean estos de izquierdas, de centro o de derechas, nacionales o nacionalistas. Allí los jóvenes tienen la oportunidad de servir de tarjeta de visita de los líderes y en ocasiones, simplemente, de fondo de escenario en las campañas electorales. Poco más, la verdad. De hecho, demasiadas veces el que se adentra en mayores honduras, haciendo propuestas cargadas de principios o de sentido común, tiende a ser apartado.
Los dirigentes juveniles exitosos ascienden –casi siempre en la segunda mitad de los 20 años– a sus primeros cargos públicos, concejalías y en algunos casos parlamentos autonómicos. Es en esos lugares donde se deciden buena parte de las cosas imponentes para los ciudadanos; pero además, donde tiene lugar la criba decisiva de lo que será la futura clase política. Muchos, por supuesto, se quedan en el camino o son desviados a la vida privada. Otros, los preferidos por las direcciones de los partidos, se convierten en políticos profesionales. Y lo hacen, claro, con la vocación decidida de jamás volver a trabajar en otra cosa que no sea la política. Así son nuestros políticos. Y así los votamos.
No podría estar más de acuerdo con el señor Martín Beaumont, firmante del artículo en la revista Época. Del que se deduce que cuantas más posaderas se lamen, más arriba está uno. Así es de triste y mediocre nuestra política. Don Manuel Pizarro equivocó el país: creyó que podría hacer carrera política conforme al subrayado nuestro (que es válido en otros países, pero no aquí), y se ha dado de bruces contra la mediocre realidad de la vida política española. Y que Dios nos ampare cuando la generación LOGSE tome el relevo…
No escribí sobre esto porque me sulfuro. La clase política española (con pocas excepciones) es inculta, sin ideas y (vulgarmente dicho) pelota. Era iluso que alguien de fuera lo cambiara. Pero como se dice en estos casos, fue bonito mientras duró. 😦
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Y luego salen los comentaristas y otros tertulianos hablando con voz campanuda del «divorcio entre la clase política y los ciudadanos»… hay que j…
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Lo que cuentas es una realidad de la que muchos no quieren saber, y otros muchos no quieren que se sepa. La política en España apesta desde hace demasiado tiempo.
Saludos
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Pues hay que airearlo. Ya te digo: cuando encontré el artículo que cito (casi en su totalidad, por cierto), me encantó ver escrito con las palabras exactas lo que yo pensaba y no sabía cómo decir sin que quedara un ladrillazo. Pues ahí lo tienes.
Saludos,
Aguador.
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Que gran verdad… Me pasa como al Espectador, que lo pienso y me pongo frenética, que haya gente que no ha tiene más mérito para estar calentando un sillón en el Parlamento que haberse unido al partido, sea el que fuere, desde su más tierna infancia…
Besos
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Por eso Rajoy y ZP prefieren a los «previsibles funcionarios de partido» antes que a las mentes que les pueden hablar de tú a tú y, llegado el caso, enmendarles la plana. Decir «prefiero que mi sucesor sea más tonto que yo para que no me ponga en evidencia» es iniciar la decadencia de la clase política, arrastrando con ella al resto de la nación.
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