En su columna del sábado en ABC, Edurne Uriarte se pregunta para qué han servido las autonomías. Y no podemos sino compartir sus respuestas. A fecha de hoy, 2012, resulta que el modelo de Estado que nos vendieron, que «iba a acercar la Administración al ciudadano», que «integraría a todos los pareceres en una España plural» y otras zarandajas que se decían durante el clandestino proceso constitucional, no ha servido para nada de eso.
Para empezar, los nacionalistas no se integraron jamás en esa pretendida «España plural». Desde el mismo momento en que Tarradellas, que fue bastante más leal que Pujol (cuestión de estatura, y no sólo política) pronunció las seis célebres palabras («Ciutadans de Catalunya: ja sóc aquí!»), los nacionalistas de CiU se dedicaron a lo suyo, que era avanzar en la independencia, y a jugar a dos barajas. Aparte de crear el engranaje del oasi, que tan bien ha funcionado durante treinta años, los 23 años de pujolismo no han servido para otra cosa que para tensar la cuerda de la cohesión nacional. Una sabia combinación de victimismo y amenazas ha servido para que Madrit se plegara siempre a sus deseos, unas veces por conveniencia, otras veces por exceso de autocomplacencia. Otra cosa es que si consideramos la integración como «aceptación de la invitación al banqueteo presupuestario», necesariamente hemos de admitir que sí se integraron, ya lo creo. Tanto, que ya han solicitado el rescate, aunque en tierras catalanas se venda la cosa como que «Madrit nos va a restituir ahora lo que nos ha robado siempre».
¿Y qué hay de lo de «acercar la Administración al ciudadano» y bla-bla-bla? Tras treinta años de modelo autonómico, constatamos que la Administración se ha acercado, pero sólo a algunos ciudadanos. A todos esos que han conseguido contratas a dedo, o puestos de asesores a dedo sin necesidad de saber hacer la O con un canuto pero con el carnet del partido en la boca. A todas esas Cajas de Ahorro, que los políticos autonómicos sin excepción (y en todo lo ancho de su espectro parlamentario, que tiene narices la cosa) habían convertido en su Banca particular (lo hemos visto con Bankia y ahora también con CCM). A todos esos políticos, en fin, que han creído que podían hacer de su Comunidad Autónoma su taifa particular, dedicándose con afán imitador de Cataluña y País Vasco o poniendo a prueba su creatividad a crear su estadito propio. A los demás ciudadanos de a pie resulta que la Administración sólo se nos ha «acercado» para freírnos a impuestos, destinados en su mayor parte a sostener todo ese aparato de empleados públicos suntuarios en todos los niveles administrativos.
La imagen que se me viene a la cabeza es la siguiente: imagínense ustedes un mapa de nuestra acuchillada piel de toro. Imaginen ahora que han aparecido unos globos en cada región. Se van hinchando, y nadie hace nada por detener esa hinchazón. Llega un momento en que los globos se han hinchado de tal manera que ni caben dentro de sus límites ni los que insuflan aire a los mismos pueden seguir haciéndolo porque ya no tienen espacio para respirar.
La burbuja
Además de todo lo anterior, hay un tercer factor que creo necesario incluir en el análisis: la burbuja. Pero no la burbuja inmobiliaria, esa tan cara a los progres, que cuando estaba en su apogeo la susodicha no se oyó a ningún progre protestar. Menos aún a la Paella, cuyo maridito es o era el orgulloso propietario de una inmobiliaria. No, nos referimos a esa burbuja. Nos referimos a la burbuja en que vive la casta política, con sus adherencias bancarias, judiciales y mediáticas.
Es una burbuja con cáscara de cemento armado, de forma que sólo los que están dentro de ella pueden modificar sus condiciones ambientales. Ningún ruido exterior llega hasta donde la casta y sus adherencias deciden, de espaldas al pueblo, el destino de la nación. Y podríamos decir más: dentro de la burbuja sólo algunos de ellos pueden provocar verdaderamente el cambio. Los demás están ahí dentro, premiaditos por servicios prestados al Partido Único Bicéfalo y sobre todo, calladitos, no sea que los tilden de «verso suelto» y los echen a patadas. En esa burbuja es de patanes mencionar que tal vez el pueblo debería saber algo de lo que se cuece ahí dentro y ciertamente provocaría su expulsión.
Más aún. El cierre de seguridad más valioso de esa burbuja son los medios de comunicación… social. Medios que deberían estar pensando en deberse a la sociedad, pero dado que están comprados o controlados en buena parte por la casta, se debe a ésta y toda su actividad se centra en entretener (nada de «informar» y mucho menos «formar», qué cosas tiene usted, caballero. Un pueblo informado y formado nos obligaría a quitarnos la máscara y eso no nos lo podemos permitir… aún). Es decir: en desinformar, en desviar el interés y en proveer a la masa borrega de conocimientos perfectamente inútiles que le hagan creer que «está al día», como ya escribiera en su momento Ray Bradbury.
¿Sociedad civil?
La prensa sería, en fin, el ariete que la sociedad civil podría utilizar contra la burbuja al efecto de abrir un boquete. Pero la situación es justamente la contraria: es la burbuja la que utiliza a la prensa contra la sociedad civil. Esto nos lleva a otra cuestión importante: ¿sociedad civil? ¿De qué sociedad civil hablamos, por el amor de Dios (o por Jakin y por Boaz, para citar lo que hoy está de moda en las altas esferas en materia religiosa)? De otras regiones no puedo hablar (aunque seguro que hay concomitancias); pero en Cataluña, desde luego, si hubo alguna vez una sociedad civil, hoy está casi por completo estabulada. De otro modo, es decir, con una sociedad civil (que supongo será «civil» para contraponerla a la «política») fuerte y bien cohesionada, el caso Palau no hubiera podido ocurrir de ninguna de las maneras. Ni ése, ni el Pretoria, ni otros que puede ser que cobren nueva vida tras años de estar muertos en los Juzgados. El modus operandi daría para otro post, que les prometo aparecerá en breve.