Por su interés, reproducimos el artículo que el maestro Javier Quero deja hoy en La Gaceta.
Es intolerable lo de Esperanza Aguirre. Pretender que un partido, aunque sea el suyo, cumpla el programa electoral es un atrevimiento, una osadía, una temeridad sin precedentes. Acaso desconozca la intrépida líder del PP de Madrid que los programas se elaboran con el único fin de incumplirlos. Así se estableció en España de modo tácito desde tiempos de la Transición y así quedó refrendado por sentencia de Tierno Galván. En el extremo opuesto, Julio Anguita se hizo cargante con aquello de «programa, programa, programa», antes de mutar en líder espiritual de la izquierda pagana. Esto puede parecer un contrasentido, pero donde no hay fe en la existencia del alma suele practicarse el culto al fantasma.
Damos poca importancia al programa a pesar de ser exactamente lo que votamos. En nuestro país no se vota un candidato, pues al presidente lo escoge el Parlamento. Lo que elegimos en las urnas no es la foto de un señor ni unas siglas ni un eslogan. Votamos un programa electoral que, paradójicamente, casi nadie ha leído. Daría igual que cualquier formación política incluyera como número uno de sus propuestas la promesa de propinar una patada en la zona escroto inguinal a todo aquel que le vote. La mayoría de sus electores no lo leería. Y los que sí lo hicieran darían por descontado que el partido al que votan incumplirá su palabra, así que las escritillas colgantes quedarían ilesas.
Los párrafos programáticos suelen ser más aburridos que una carrera de balandros y presentan un estilo común del siguiente tenor: «promoveremos políticas tendentes a una mejora general de las estructuras de desarrollo para garantizar el aprovechamiento máximo de los recursos». Los verbos más empleados son promover, tender y aspirar, siempre sinónimos de intentar. Vamos, que se mojan menos que un buzo en Los Monegros. No alcanzo a entender el porqué de tanta prudencia si el final suele ser siempre el mismo, el incumplimiento flagrante de lo que ampulosamente llaman «contrato con el ciudadano».
Quienes siempre leen minuciosamente los programas son los contrarios, que se ponen muy pesados al exigir al ganador de los comicios que cumpla lo prometido. Esto es un contrasentido. En campaña, los rivales critican el programa del otro, pero cuando uno de los dos llega al poder los que quedan en la oposición no hacen más que insistir al vencedor en que debe llevarlo a cabo.
Que uno de los tuyos te recuerde tus incumplimientos molesta más que un escrache capitaneado por Verstrynge. Eso es lo que le ha pasado a Mariano. La presidenta de su partido en Madrid le ha dado un pescozón de ese modo ladino que sólo domina la chulapona popular que se fue para quedarse. El pasquín del PP afirmaba que reducir el sector público era «imperioso», sin que ello supusiera alusión al caballo que soportaba el tonelaje de Jesús Gil. En sus páginas podía constatarse el compromiso de disminuir la estructura de la Administración y sus costes y, por supuesto, bajar los impuestos. La cohorte rajoyana justifica la subida impositiva por el déficit oculto de 90.000 millones que dejó el PSOE.
Y no faltan quienes remachan que una de las comunidades que escondía el tamaño de su agujero contable era la gobernada por Aguirre. Desde el PP madrileño insisten en que lo que necesitan los españoles es esperanza. Lo dicen, no lo escriben. Así no hay forma de saber si la esperanza a la que se refieren se escribe con mayúscula o con minúscula. Al final, quien abrió la polémica, la zanjó: «Rajoy nunca se equivoca», Aguirre dixit. Ni siquiera cuando incumple sus promesas, le faltó añadir.