Ha muerto Fidel Castro. La propaganda hace, con aquellos que conviene, que el apellido se borre. Por esa misma razón, en las Batuecas es cosa sabida que cuando se habla de «Felipe» no se está hablando del Jefe del Estado, sino del expresidente Felipe González. Los odiados, en cambio, son nombrados por su apellido, a veces con artículo: «Franco», «Aznar» o «el Guerra», que como ya es una vieja gloria, ni aparece en los papeles, aunque algunos todavía llegamos a conocerlo como Arfonzo. Cosas de la política, podemos decir.
Por la misma razón, cuando decimos «Fidel» ya sabemos que sólo hay uno y es —era— Fidel Castro. Y aunque la gusanera de Miami repite machaconamente lo de «Castro’s Cuba», la expresión queda absolutamente sombreada por los sonoros balidos de una prensa genuflexa, particularmente la española y con sus debidas excepciones. Eso es lo verdaderamente sorprendente: que muy pocas cabeceras se hayan atrevido a llamar «dictador» a un dictador. Ocurre como con la corrección política «racial»: no puedes llamar «negro» a un negro. De hecho, si en los USA llamas nigger a un negro prepárate a ser asado en la parrilla de lo políticamente correcto por «racista de mierda». Si no, que le pregunten a Michael Richards, el inolvidable «Cosmo Kramer» de Seinfeld: ni el pedir disculpas posteriores ni su condición de masón de grado 33 le salvaron de la quema.
Pero a lo que voy. Me resulta incomprensible que ante un señor cuya fortuna no tiene nada de proletario (nadie se hace rico trabajando honradamente) y que además mató (asesinados por su régimen, si no por él mismo) la prensa occidental y particularmente la nuestra le trate de una forma que prácticamente lo han absuelto. No sería muy importante si no fuera porque el sarampión se ha extendido a TVE, la que todos pagamos —es «pública»: es decir, de la izquierda— y no todos vemos. El soviet de TVE ha decretado que, como se ha muerto uno de sus referentes, hay que estar dando el coñazo hasta que termine la función de allá. El hecho de que, por la muerte de Fidel, algunos estén entonando un réquiem por sus añoranzas juveniles (sesentones o setentones que «recuerdan con emoción» lo maoístas o moscovitas o caribeños que fueron a los veinte) no significa que los demás tengamos que soportarlo. Máxime cuando estamos hablando de un señor que no sólo robó y mató, sino que convirtió en cárcel una isla, estuviera como estuviese antes de que llegara él.
En Permiso para vivir (Antimemorias), el escritor peruano Bryce Echenique resume perfectamente lo que fue el comunismo cubano. Pone en boca del escritor Jesús Díaz Rodríguez, cubano exiliado y fallecido en Madrid 2002 (p. 490) la siguiente frase, pronunciada más o menos en 1989:
Nos dijeron que se necesitaban treinta años de sacrificio para alcanzar la felicidad. Y ahora se nos dice que el sacrificio es la felicidad.
Que los ceporros comunistas convocados por la embajada cubana se contramanifestaran la semana pasada frente a los cubanos exiliados que manifestaron su alegría por el deceso del dictador, demuestra que pocos o ninguno de esos ceporros ha estado en Cuba recientemente. Pero todo sea por el Soviet y acúdase presto a su llamada. Y nos echábamos las manos a la cabeza por la premsa catalana d’editorial únic… ¿Pero esto? Hasta a Soraya le encanta. A los otros, decirles que es muy fácil «defender la revolución» desde el salón de tu casa, con chanclas, cobrando tu pensión todos los meses y comiendo tres veces al día. Y si la «revolución» le quita el pan de la boca a sus súbditos para dártelo a ti al efecto de que te conviertas en su vocero, más fácil aún.
De Fidel a Raúl, y tiro porque me toca. Esto es la re-oca.
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A Raúl yo sólo lo veo como un interregno. Reoca comunista.
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