Hace unos días salió, por fin, la sentencia del llamado caso Nóos. Tiene setecientas cuarenta y dos páginas, por lo que puede compararse, al menos en tamaño, a una novela de Ken Follett. Como siempre, mientras que en la novela el interés está en la trama, en la sentencia lo verdaderamente interesante es el fallo. Y el fallo evidencia, una vez más, que hay doble vara de medir, dependiendo de quién sea el justiciable. Es verdad que los delitos por los que se condena no los puede haber cometido un servidor o cualquiera de ustedes; pero incluso entre las clases altas hay clases, lo cual queda claro en el fallo.
Dentro del fallo, una vez más, también distinguimos: por un lado, los cuatro acusados principales; por otro, el resto. El cerebro de toda la trama es, sin duda, Diego Torres. Por eso es el acusado al que han condenado con mayores penas. Él es quien armó toda la trama, poniendo hasta las sociedades instrumentales que sirvieron para el desfalco. Y, sobre todo, él es quien consiguió que Urdangarín actuara de gancho para todo.
El segundo de la lista, el ex-duque de Palma, que seguro que ya no se empalma. Tal y como se cuenta en Urdangarín, un conseguidor en la corte del Rey Juan Carlos, parece ser que sus reales cuñados le detestaban porque le consideraban un montón de músculos y poco más. Eso hizo, como vasco con Rh negativo, que le picara el gusanillo de la ambición: por Dios que iba a «ser alguien» y que sus cuñados no se iban a reír de él. Ése es el punto en que todo se vuelve «íntimo y personal».
Sorprendente la semi-absolución de las esposas de los dos principales condenados. Se conoce que la doctrina Cristina (ya no más «doctrina Botín») ha funcionado. Ahora, cualquier esposa de pez gordo que cometa una pifia siempre podrá decir que «firmó enamorada» y que «no se enteraba de nada», aunque sea secretaria personal del pez gordo y por sus manos pasen montones de papeles comprometidos. Tampoco me queda claro que una fianza prestada para evitar la cárcel (carcelaria, en términos técnicos) se pueda aplicar posteriormente al cumplimiento de responsabilidades civiles (casi nada los 265.000 pavos del ala que le han caído en tal concepto), aunque parece ser que es legal.
Todo ha ido como debía ir. La infanta Cristina no olerá los barrotes y el ex-duque tampoco. Ni siquiera van a tener que pagar fianza. Y algunos todavía hablan de «rehabilitación de la infantal pareja» (los monárquicos de «el Rey no se toca y su familia tampoco»). Este caso, conjuntamente con otros que vamos conociendo, es la mejor prueba de que la fase instructora de los procesos penales no debe entregarse a los Fiscales. Es la única forma de visibilizar que, a determinadas alturas políticas e institucionales, la independencia judicial simplemente no existe, sin que importe el color político. La dependencia jerárquica de los Fiscales haría bueno lo que hoy queda fatal en las togas judiciales.
La orden era «salvarlos a todos», debido al desastre institucional que ha supuesto la imputación tantos peces gordos; pero no sólo por eso. ¿Se imaginan que estos casos salpicasen de un modo u otro al Gobierno y a su presidente? Sólo por eso valía la pena dar esa orden. Y van a cumplir, porque además se huelen la recompensa-ascenso, igual que los ascensos tras la grandísima pifia del 11-M. El único que parece va a ser salpicado es el Rey en cuanto al prestigio de la institución, bastante deteriorado tras los años de campechanadas de su señor padre. El Rey se mantiene en el exiguo papel que le deja la Constitución, aunque muchos ignorantes deseen que «dé un puñetazo en la mesa» y tal y tal.
España, asombro de vagamundos…
Nota afectuosa para D. Antonio Burgos. Para el diccionario que tal vez nunca escriba Politiqués-Español, le sugiero añada estas dos entradas: «Hay que dejar trabajar a la Jushticia» y «Yo shiempre reshpetaré lash decishionesh judicialesh», en la certeza de que en todo esto ha sido Mariano Rajoy quien más inocente parece y más hilos ha movido, motu proprio o por «indicación» de Campechano I…