Ya llevamos varios días hablando del héroe de la semana, que no es otro que Ignacio Echeverría. Me van a perdonar que no me una al discursito oficial de lo «héroe» que fue y que constate, como dijo cierta vez Rub-al-Kaaba, que «en España enterramos de puta madre». El discursito oficial pone el énfasis en su comportamiento individual y tal y cual. Mecheritos y velitas durante una semana en el telediario (en este caso «homenaje de telediario», que no «pena de telediario») y ya está.
Ignacio Echeverría es un «héroe» loado más allá de lo debido, porque en primer lugar, no ha hecho otra cosa que ponernos frente a nuestra propia cobardía en una situación semejante. Un héroe es el que «hace lo correcto» y no se lo piensa dos veces. Ignacio se abalanzó sobre unos terroristas para proteger a una mujer y éstos le cosieron a puñaladas. Resultado lamentable, pero acción correcta, después de todo. No menos lamentable es que hacer lo correcto se haya convertido en «heroico», cuando debería ser lo normal. Pero tiene su lógica: allí donde los unos se dedican a robar a los otros conforme a un escalafón —sociedad enferma—, el «heroísmo» no tiene cabida. Todo lo más, tienen cabida los panegiristas de tres al cuarto y el egoísmo del resto que piensa «menos mal que no me ha tocado a mí».
Tampoco voy a caer en un ejercicio de causalidad, conforme al cual el culpable de un adulterio podría ser hasta el carpintero que construyó la cama en la que el adulterio se consumó. No es un gran consuelo decir: «¡Ah, si el Gobierno inglés hubiera sido más valiente con los yihadistas, Ignacio viviría ahora!». En algún momento habremos de dejar los mecheritos, los panegíricos y las lágrimas de cocodrilo y tomar medidas serias para que esto no vuelva a ocurrir; pero las culpas, en su momento y ante quien corresponda.
En lo que sí me voy a centrar es en un aspecto: en el pudor estúpido de la prensa y los medios —con las debidas excepciones— en escamotear una parte importante de la verdad: Ignacio Echeverría era un muchacho católico que creció en una familia católica, que a su vez sólo pudo enseñarle valores católicos. Ignacio no actuó con ese «valor cívico republicano» al que parecen referirse algunos cuando hablan de su «acción valerosa» y piden hasta una calle para él. Simplemente por ser católico y haber aprendido en su familia, con sus padres y hermanos, el superior valor de la vida humana, se abalanzó sobre esos asesinos para proteger a esa mujer. Me duele que ni siquiera la Iglesia haya alzado la voz para subrayar esta verdad; y con esta campaña de sombreado que se le hace desde el poder, peor están las cosas.
Visbilidad para algunos, entre otros los lobbies gay y feminazi, que estarían llorando a «uno de los suyos» caso de que Ignacio hubiera sido de la acera de enfrente (si David Delfín no hubiera sido homosexual no hubiera habido tantas manifestaciones de duelo como hubo en redes sociales). Eclipse y sombreado para quienes no comulgamos con el discurso oficial, simplemente porque defendemos la vida y no somos ni chorizos ni cobardes, como nuestros presuntos líderes políticos.
Tal vez sea mejor así. Ignacio no se merece que lo «paseen» para tranquilizar la conciencia de algunos que no hacen lo que deberían y/o hacen lo que no deberían. Y de los que no hubieran hecho lo mismo que él y en el fondo de su corazón lo saben, aunque de labios afuera se llenen de palabras bonitas.
Necesitamos héroes vivos, héroes que nos impulsen a la acción y a mejorar nuestras condiciones de vida material y espiritual. Los héroes muertos, y particularmente en España, se entierran solos.
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