A cuenta de la «gala de los Goya», en que se habla de cualquier cosa menos de cine, se ha levantado una gran polvareda a cuenta de unas declaraciones de Arturo Valls, presentador y actor, al que si no por otras cosas, conocemos por su creación de «Jesús Quesada» en la serie Camera Café. ¿Y cuál fue el grandísimo pecado de Valls? Sencillamente, recordar que se acude a una entrega de premios cinematográficos como la fiesta que es y que si hay que hablar de algo, es de cine y nada más.
Los españoles de a pie, ésos que la progresía titiritera despacha despectivamente como «la España profunda», estamos hasta las narices de que nos tomen por idiotas y con nuestro dinero, que graciosamente —ni puñetera gracia nos hace a los demás— les concede el Ministro de turno, sea de los hunos o de los hotros, Con la ventaja, para ellos, de que si es de los hotros pueden hasta reventarse en su señora madre, porque es «de derechas», «del PP» (éstos como diría Lasalle, no se han enterado de que el PP ha cambiado y ya no tiene ideología política) y toda la retahíla que se saben de memoria porque la recitan todos los años.
Por supuesto, no he visto ese acontecimiento. El autismo militante de la casta titiritera, complaciente con quien le paga bien —eso sólo tiene un nombre— me repugna a tal punto que opino que declaraciones como las de Arturo Valls suponen un poco de aire fresco en ese mundillo criptocomunista y lleno de comisarios políticos de lo políticamente correcto.
El caso es que, navegando por ahí, he recogido el comentario de un usuario llamado «Manuel Primero», que suscribo de la primera letra hasta la última, sobre el magno acontecimiento. Termino mi parte diciendo que si quieren una gala en la que los españoles de a pie seamos objeto de insultos, burlas y escarnios, o si quieren promocionar su enferma ideología de género, que se la paguen ellos.
La gala de los Goya se celebró ayer, sábado. Sólo 24 horas antes, el viernes, ya se emitían por la radio varios mensajes de disconformidad y descontento de los grupos feministas, alegando que las cineastas españolas, mujeres, representan no sé cuánto por ciento de la producción cinematográfica nacional, recibiendo, por el contrario, un porcentaje de premios sensiblemente inferior.
Cuando ayer supe cuáles fueron los resultados y quiénes las premiadas, supe al punto que los mensajes radiados del día anterior eran, en realidad, unos claros mensajes indirectos con los que se estaba diciendo a los responsables del evento que este año tenían la «obligación» de destinar una mayoría de premios, o al menos los más importantes, a producciones dirigidas o protagonizadas por mujeres, tal como ha sido con la película La librería, la cual cumple la doble premisa de haber sido dirigida por una mujer y protagonizada por una fémina que, además, es viuda y, por tanto, sus actos no están «contaminados» por la cercanía, siempre perniciosa, de una figura masculina… No me cabe duda de que no puede ser casualidad que sólo un día antes de la gala ya se estuviesen enviando mensajes de descontento por parte del feminismo patrio y que, una vez recibido el mensaje por la parte concernida, se actuara en consecuencia. Es como cuando hace cuatro años, en el cada vez más devaluado festival de EUROVISIÓN: los días previos estuvieron sazonados con declaraciones en contra de la homofobia, resultando de ello que, llegado el momento, aquella edición fue ganada por ese travestí austriaco barbudo llamado Conchita Wurst
(Conchita Salchicha, para los amigos: la salchicha de chicha que sabe chachi, si recuerdan).
No sé si rasgarme las vestiduras: ahora resulta que, ante la proximidad de un evento de masas, estos nuevos «privilegiados» de este régimen llamado «democrático» no tienen más que quejarse de lo muy desgraciaditos que son y de lo muy mal que les trata la gente para que, ipso facto, se les acabe concediendo todas las prebendas que aspiran a conseguir, sin tener en cuenta si sus obras valen realmente la pena o son bodrios, pues eso y no otra cosa son la mayor parte de las películas hechas en España, a día de hoy, con unas pocas excepciones, eso sí, en las que no procede entrar ahora.
Y en cuanto a la película ganadora, diré que, con independencia de lo profundamente feminista que sea el mensaje que se nos quiere lanzar al haberla premiado, me produce grima, en mi condición de ciudadano, que la película galardonada como la mejor película alumbrada por la cinematografía española durante el pasado año haya sido, ¡oh, rayos!, una película rodada en inglés. Lo cual sólo puedo interpretar como un paso más en la ingeniería social, auspiciada por la derecha presuntamente «democrática», destinada a lograr que, de aquí a una generación, se produzca en este país el reemplazo lingüístico, al tiempo que el demográfico.