Me ha merecido una especial atención la Tercera del ABC escrita por D. Andrés Ollero Tassara, pues es la primera vez que D. Andrés se pronuncia como Magistrado electo del TC. Con gusto le he leído en ocasiones anteriores; sin embargo, esta vez creo que debo discrepar de algunas afirmaciones que vierte en su artículo.
Comienza D. Andrés discrepando de aquellos que opinan que Eugeni(o) Gay Montalvo, a causa de su religión católica, no debería «defender la ley del aborto». En esta afirmación entran en juego, a mi entender, dos preceptos: por un lado y como bien señala D. Andrés, el 16.2 de la CE, en unión también del art. 14. Lo que viene a decirse, por tanto, son dos cosas: la primera, que nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias; y segundo, que el profesar una determinada ideología, religión o creencia no debe ser objeto de discriminación.
Al efecto quisiera traer a colación unas palabras que a mi entender describen exactamente cuál es nuestra situación en España y, por ende en Europa, en este punto (negritas y comillas nuestras):
«No obstante, aunque la religión y la moral cristianas son atacadas virtualmente, no existe en Norteamérica el desprecio que se advierte en Europa y la religión y las Iglesias tienen, a pesar de su crisis, una notable vitalidad. Como observara en el siglo XIX Tocqueville, en Estados Unidos, heredero directo de la Ilustración, no de la Revolución Francesa, la religión forma parte de la cultura. Por eso a muchos europeos les sorprende y les molesta que el actual Presidente Bush (la primera edición del libro apareció en 2004) no tenga reparo en rezar en público y ridiculizan y presentan su fe como a weapon of mass destruction. Al jefe del Gobierno inglés Tony Blair, que es creyente, le disuadieron de terminar sus intervenciones televisivas durante la guerra de Iraq con las palabras God Bless You. En contraste con Norteamérica, en Europa empieza a ser normal calificar de «fanática», «integrista» o «fundamentalista» cualquier actitud que postule el reconocimiento público de la religión, la invoque o la tenga públicamente en cuenta; incluso en el plano privado.»
Dalmacio Negro, Lo que Europa debe al Cristianismo,
(Unidad Editorial, Madrid, 2006) 2ª ed. revisada, p. 163.
Cabe decir que estas palabras escritas en 2004 han recibido confirmación por la vía de hecho: por un lado, los casos de pederastia dentro de la Iglesia, convenientemente jaleados por los enemigos de ésta, han provocado una cierta actitud de rechazo hacia la religión, y la «idea lacia» de que «nadie debe actuar públicamente conforme a los preceptos de su religión». Según esa regla de tres, efectivamente: los católicos deberíamos llevar una cruz que públicamente nos identificara como católicos, sentarnos en los asientos reservados para los católicos en los autobuses y… bueno, ya conocen ustedes el resto. La segunda vía de confirmación viene del hecho de que en el mundo musulmán los católicos simplemente no tienen derecho a existir: los matan o los acollonan de tal manera que no tienen más opción que huir. Más o menos como los etarras hacen con quienes no comulgan con sus ruedas de molino. Eso, desde luego, a los lacios no les preocupa lo más mínimo (no es su cuello el que está en peligro, naturalmente; y todo lo que elimine la competencia es «bueno» para ellos).
D. Andrés sigue perorando acerca del juicio estrictamente constitucional al que deben someterse las leyes. Es una declaración positivista de principios: la Constitución es la Constitución, todo está en ella y no necesita ningún tipo de validación externa (a pesar del art. 10.2, que remite en sede de interpretación a «la Declaración Universal de Derechos Humanos y los Tratados internacionales ratificados por España»). Una posición iusnaturalista, por el contrario, es peligrosa porque remite a un marco de referencia externo y sobre todo, superior a la ley, en tanto que religioso y que en Occidente sólo puede referirse al cristianismo, por mucho que les pese a los lacios y otras hierbas equidistantes y «neutrales».
Pasemos a la segunda parte de su artículo, que gira en torno a los límites constitucionales. Si D. Andrés habla de límites, he aquí uno infranqueable: «Todos tienen derecho a la vida». No dice «todas las personas», expresión en la que los abortistas podrían fundar su argumentación afirmando que el nasciturus «aún no es persona». Afirmación que ya hizo la inculta menestra Aído-y-no-ha-vuelto equiparándose nada menos que a… Adolf Hitler setenta años después.
¿Será necesario recordar que la única religión que defiende en toda su extensión ese limes es la cristiana y, dentro de ésta, especialmente la variante católica? Al parecer sí es necesario. Para que lo vean más claro, les propongo un pequeño ejercicio: tomemos el precepto constitucional y formulémoslo a contrario sensu. El resultado podría ser éste: «Nadie tiene derecho a privar de la vida». Es algo que podría firmar perfectamente cualquier católico, pues para los católicos sólo en Dios reside ese derecho; para los demás, podría basarse en que todos los hombres son iguales en derechos o en declaraciones más o menos humanitarias al uso.
De aquí se seguiría que quien priva del derecho a la vida debería merecer el más duro de los reproches jurídicos (no sólo el político y el moral). Como somos tan civilizados y tan progresistas que hemos eliminado de la Constitución la pena de muerte incluso para «lo que dispongan las leyes en tiempo de guerra», con eso no hay que contar. Lo que me recuerda que para el buen amigo de D. Andrés no hay reproche posible, como demuestran sus votos a favor de la legalización primero de Bildu y después de Sortu. Pero eso es lo que ocurre, D. Andrés, cuando se limita la mirada exclusivamente a la Ley: que si ésta tiene más agujeros que un queso de Gruyère y quienes deben aplicarla se remiten exclusivamente a ella, los asesinos saltan entre sus intersticios como si estuvieran jugando a la rayuela o a las tabas, felices porque es la ley (o mejor dicho, su insuficiencia no corregida) la que se lo permite. Y burlándose de los que hasta ahora no han pedido otra cosa que justicia y de quienes les apoyamos en su reivindicación. Burla en la que la izquierda de salón y alguna derecha con síndrome de Estocolmo colaboran sin empacho alguno. Igual que el buen amigo de D. Andrés. Aunque «sea de mal gusto» decirlo.