Tras un período de silencio, volvemos a la carga. Hubiese preferido usar un sustantivo más rotundo en el título de la entrada; pero como ustedes ya se lo imaginan, dejo el título tal cual. Empezando por el principio, sepan ustedes que un servidor no valdría para juez en estos tiempos que corren. Tal vez en otros tiempos de paz sí; pero en estos tiempos de debacle moral y económica, es complicado. Y no digamos si al Juzgado o Tribunal de uno le cae la desgracia de instruir y/o decidir un caso con elemento político. Eso es al juez instructor/decisor como al agricultor un pedrisco una semana antes de la cosecha.
Si uno quiere mantenerse medianamente informado de la actualidad judicial, ya sea por la prensa escrita —menos— o por la radio —más, a condición de que no sean medios sorayos—, acaba maravillado del temple que han de tener algunos jueces y magistrados cuando reciben declaración de un político al que las pruebas han conducido a, por lo menos, su detención. Es decir, de las pelotas de acero a las que hacíamos referencia al principio de nuestra entrada. Tienen que escuchar con tranquilidad de ánimo e impasible el ademán cómo el pez gordo o pececito gordo les intenta mentir como un bellaco, exculpándose a sí mismo y echando la culpa a otros, aun cuando las pruebas subrayan como mínimo su responsabilidad objetiva. En el lugar del magistrado Alberto Jorge Barreiro dudo que yo conservara la calma ante unos señores que, como Manoliyo Chaves o Griñán, se aferran al expediente de no-sé-no-me-acuerdo-no-me-consta, cuando no al españolísimo usted no sabe quién soy yo-usted no sabe con quién está hablando. Cabe, además, que en casos más graves añadan a lo anterior las amenazas del tipo: «Como hable con mi primo de Zumosol va usted a acabar juzgando pleitos de cabreros en un pueblucho de mala muerte».
En el lugar del magistrado Jorge Barreiro (cuyo hermano Agustín fue un gran catedrático de Derecho Penal y dejó feliz memoria en la Universidad de Lleida) y los demás magistrados que le juzgan, dudo mucho que me pudiera contener. Saltaría del estrado y, aun vestido con la toga y las puñetas, cogería al imputado por las solapas y le diría: «¿Quiere usted dejar de mentir a este Tribunal de una @##$$%%&&!! vez y contarnos todo lo que sabe?». Chaves, Griñán, los Pujoles, el niño púnico, y todos los demás políticos imputados saben muy bien que tienen el derecho a no declarar contra sí mismos. Y que por lo tanto, lo que a uno le pide el cuerpo —inyectarles una dosis de caballo de pentotal sódico para que cantaran hasta La Traviata— es ilegal (520 LECRim). La omertà sigue incólume. Para que la realidad se parezca a la ficción, sólo faltará que uno de los magistrados se levante con la excusa de tener un juicio en otra Sección y así no tener que votar en contra de cualquiera de los imputados.
Lo peor de todo es que las excusas tanto de Griñán y de Chaves —todo lo que ha sido Griñán lo fue Chaves antes que él— no son originales, pero funcionan. Han funcionado con la Infanta: ella se libra del todo, con el Fiscal del caso trabajando como su abogado defensor; y a su marido, todo lo más, le va a caer una multa porque por lo visto, su negocio era conocido al detalle por Campechano I y no es cuestión de que el nombre de éste aparezca en los papeles. Pero creo que el origen moderno de tales excusas hay que buscarlo en los primeros años negros de nuestra democracia. Había estallado el escándalo de la chapuza del GAL y, preguntado Felipe por el asunto, dijo algo así como que «Yo me enteré del asunto por la prensa». Y recuerdo muy bien una frase que dijo entonces Victoria Prego (tampoco cito palabras exactas): «Un presidente que se entera de este asunto por la prensa o es un necio o es un sinvergüenza. Y yo no lo quiero». Ninguna de las dos opciones deja en muy buen lugar ni a los socialistas andaluces, que lo tuvieron de presidente durante veinte años, ni al censo electoral andaluz, una mayoría del cual le votó durante veinte años.
Eso sí, tengo clara una cosa mientras no me demuestren lo contrario: ninguno de ellos irá a la cárcel. La posibilidad es que haya cabezas de turco que vayan a la cárcel por ellos como carnaza para el populacho o que pongan a éste otra de gambas y se olvide, de forma que nadie vaya a la cárcel, pese a ser el asunto más grave de corrupción política desde los tiempos de Romanones, mano a mano con el de los Pujoles. Sobre todo porque quien debería haber movido el asunto allí (Moreno Bonilla y sus cuates y antes de él Javier Arenas y sus otros cuates) ni han estado ni se les esperaba. Y es que en la oposición se vive de miedo, oigan.