Nariz tapada


Hemos asistido este fin de semana (la onda expansiva ha llegado hasta Berlín, donde me encuentro precisamente ahora) a la ejecución pública de Rodrigo Rato, como si de un autodafé se tratase. El hereje Rato ha sido públicamente acusado de ser adorador en secreto del becerro de oro en vez de quemar incienso en el altar de la verdadera fe marianista, lo que le ha valido ser quemado en la hoguera de las vanidades políticas.

Partamos de un primer hecho. Nada, absolutamente nada, es «casualidad» en política. Lo que significa que si el otrora todopoderoso Rato cometió unas cuantas pifias (lleva sonando su nombre desde lo de Gescartera y cierto asunto de unas cuentas en el HSBC), tanto en Génova como en Moncloa lo sabían desde hace mucho. Igual que sabían de dónde procedían y para qué se usaron los dineros de la Gürtel. O igual que sabían y conocían los manejos financieros y de otro tipo de Luis el cabrón. Incluso puede que conociesen los manejos de Paquito Granados, el niño púnico y resulta que Aguirre fue la última que se enteró (¿la Esperanza es la última que se entera?). La pregunta del millón es, por tanto, por qué ahora y qué implicaciones tiene.

El segundo hecho que hay que traer a colación es una norma no escrita en el PP, conforme a la cual uno puede meter la mano en el cesto tantas veces como quiera, siempre y cuando no le pillen. En cuanto a uno le pillan, el sujeto pasa a ser una no-persona, en el sentido orwelliano del término. Nadie te conoce, los ¿amigos? desaparecen del listín telefónico y de la lista de contactos de correo. Se entiende, hasta cierto punto, que defender al pillado es quedar salpicado por la misma mancha que él y por eso nadie se acerca al apestado a menos de un kilómetro de distancia, con advertencia de la dirección del partido para quienes de todos modos sientan la tentación de la «lealtad». Si quieren un ejemplo práctico, les dejo el de Jaume Matas, apestado no tanto por «ladrón» cuanto porque le pillaron de marrón.

Del «pueblo», y particularmente del español, poco que decir. Siempre ha sido muy desagradecido con quien le ha hecho favores. Hace quince años Rato era el todopoderoso vicepresidente económico del gobierno Aznar y el artífice, como recuerda muy bien Luis Herrero, del milagro no sólo de no irnos a tomar por donde ustedes se imaginan —protestas funcionariales incluidas, aunque Madrid aún no fuera el manifiestódromo en que se ha convertido hoy— tras el desastre tardofelipista, sino también de aprobar y con nota los exámenes de Maastricht. Sí, los de los famosos cuatro criterios de convergencia para entrar con pleno derecho en la primera velocidad de la zona euro. Recordemos a este respecto que el «gran estadista» Felipe nos había condenado a la segunda, es decir, a ser comparsa de los dos gallos de la corrala europea. Que además los aprobáramos con nota y por delante de los gallos oficiales fue una afrenta que no habíamos calculado. No gustó en Berlín, no gustó en París («l’Afrique commence aux Pyrénées», dicen todavía allí con sorna, con 6 o 7 millones de musulmanes magrebíes que están rompiendo la caja de su Seguridad Social), ni en Londres, ni en Washington. Diría que en esta última plaza menos que en las demás, debido a la expansión americana de algunas de nuestras empresas más multinacionales. Algo que debemos sin duda a Herr Heinrich Kissinger, que opinaba que «España, cuando es importante, es peligrosa».

Pero todo esto no vale ya nada hoy. Nadie sabe muy bien por qué se largó al FMI, nadie sabe por qué volvió y pocos saben qué hilos movió entre tanto hasta que volvió a salir a la palestra pública como presidente de la trampa mejor preparada jamás a un político: Bankia. Cuando estalló el escándalo, los trolls a sueldo inundaron las redes sociales de chascarrillos de a cuarto el kilo contra «Bankia, Rato y el PP». Sigo sin entender por qué los trolls y los loros que aprovecharon la ocasión para descargar su frustración personal no hicieron lo mismo respecto del resto de cajas, que a su escala se habían comportado como poco igual. O contra MAFO, que autorizó la pifia y se fue de rositas.  Como sea, se aprovechó para cargar contra él y para ponerlo, cual víctima de la Inquisición, en la picota con sambenito y coraza de sapos. Una costumbre muy batueca, por cierto. Pero este fin de semana se dio un paso más: se concedió al populacho o chusma —ya no «pueblo», aunque Federico dice que podrían haber sido azuzados por agentes del CNI sorayesco, con amplia experiencia en estos bajos menesteres— el derecho a lanzarle terrones increpándole en un avión.

Todo muy lamentable. Götzendämmerung.

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Autor: Aguador

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