Pero, en realidad, el mal llamado «problema catalán» arranca de mucho antes. Vean aquí cómo Cataluña se va enriqueciendo a expensas de otras regiones con igual derecho a un mejor porvenir. Es decir: Cataluña nunca fue un territori d’ocupació, como rebuznan los merluzos catborregos. Todo lo contrario: fue siempre una región privilegiada, cuya burguesía, fueran las cosas bien o mal, reclamó siempre «lo suyo», es decir, lo de todos, que decían que les correspondía porque «ellos no eran como los demás». De hecho, fueron los que más lloraron la pérdida de Cuba y Filipinas en 1898, por los pingües beneficios que dejaron de percibir tras el desastre. De algún modo, la reivindicación catalana era únicamente de la burguesía, que se arrogó una representación total del poble català y que en la llamada Renaixença comenzó a fraguar una cultura distinta y separada de la española.
Incluso Franco entendió aquello del «fet diferencial» y por eso, la primera gran fábrica de automóviles tras la guerra no se construyó en Valladolid, primera ubicación tentativa, sino en Barcelona: fue la SEAT y ocurrió en 1950. Pero los indepens importantes, muchos de ellos hijos, nietos y parientes de franquistas importantes, están resentidos con Franco por haberles dado tan buena vida. A tal punto que, cuando llegó la democracia, de algunas figuras importantes como Samaranch (sempiterno presidente del COI) se borró su pasado como altos directivos de la Administración franquista.
Que el «projecte», que en principio era sólo de la burguesía, pasase a formar parte del imaginario popular es mérito, en primer lugar, de la Iglesia catalana, también resentida contra Franco porque no les dejaban decir la misa en catalán a pesar de que Franco, en expresión de Jon Juaristi, les limpió el patio trasero a sangre y fuego. Y a pesar, también, de que el Concilio Vaticano II había sancionado el derecho a decir misa en la «lengua vernácula». En los últimos diez años del franquismo, la doctrina nacionalista empezó a colarse por los esplais parroquiales, el escoltisme (irónico, por lo poco que escuchan) y, naturalmente, a través de las associacions culturals. A la vuelta de los años vemos el magro pago recibido por la Iglesia catalana tras sus esfuerzos: iglesias cada vez más vacías y huida en masa de la grey hacia el prado de la religión política nacionalista, moralmente mucho menos exigente. Por no hablar de los mossèns trabucaires, que tanto daño hacen a la institución eclesiástica ayer, hoy y siempre.
Todo ese núcleo eclosionó en los años posteriores a la primera Diada, de signo reivindicativo neutro («Llibertat, amnistía / i Estatut d’Autonomia»). Ésa fue la primera etapa de transfusión. Luego, con la llegada de Pujol al poder, sobrevino la de la inmersión obligatoria tras decidir que la relación entre las dos lenguas cooficiales había de ser de conflicto o de diglosia en vez de una coexistencia pacífica. La diferenciación con España se constituye como principi fonamental del Moviment nacionalista y se aplica directamente y a la fuerza en una materia tan sensible como la educación. Y a partir de aquí es donde podemos rastrear las primeras cobardías de los Gobiernos centrales españoles —de todos ellos, por cierto—. Que si González y Guerra hubieran tenido lo que hay que tener, todo el tema nacionalista se hubiera acabado de un plumazo en 1984: Pujol hubiera dado con sus huesos en la cárcel por lo de Banca Catalana, se hubiera intervenido la autonomía y aquí paz y después gloria. Pero todos los gobiernos se han ido pasando la patata caliente catalana de unos a otros sin barrer la casa. De tantas ocasiones que hubo para acabar con la anomalía nacionalista, ninguna fue aprovechada por los Gobiernos centrales en treinta y siete años, que se dice pronto.
Siempre digo que si en Baviera hubieran pillado este mismo sarampión, Berlín no hubiera tardado ni veinticuatro horas en mandar las tanquetas. Pero los bávaros saben lo que se juegan con esa clase de algaradas y se resignan a ser «la locomotora alemana». Desgraciadamente, las Batuecas son otra cosa.
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