Te los puedes encontrar también en el trabajo (jefes, compañeros y subordinados). O que pueden incluir a algún amigo por alguna «desgraciada» casualidad. Entre éstos puede estar el gilipollador (pónganle ustedes el calificativo que mejor les plazca) que cree que todo el mundo es gilipollas menos él o ella. Pongamos un ejemplo con espécimen femenino. La cosa puede ir también así, ya sea en persona o en redes sociales:
–Hola, ¿qué tal? Mira, que te quería contar la última que ha salido en las noticias de Fulano y…
–Ah, ¿ese gilipollas?
Tú frenas un poco. Ella está que lo tira.
–Bueno, sí, Fulano… ya sabes. Porque de Mengano no te hablo, que ya lo conoces.
–Sí, ése es otro gilipollas.
Ya van dos.
–Eeeeeh… He tenido un poco de follón y estado un poco descolgado de todo. ¿Sabes algo de Zutano?
–Vaya, otro gilipollas. Mira que irse solo a X para ver una obra de teatro… Ya se podía haber buscado a alguien que lo acompañara.
Tres. Ni se le ocurre que a lo mejor esa persona prefiere ir sola a los sitios. Su tema favorito es la política, porque puede llamarlos a todos gilipollas sin equivocarse demasiado. Si se santiguara por cada vez que suelta esa palabra, su altar sería más grande que el del Padre Pío. Uno llega a la conclusión definitiva de que hablar con personas así es una pérdida de tiempo, además de una gilipollez.
Un segundo escalón en el presente tema son los gilipollas de dos clases: los que están empeñados a toda costa a endiñarte su matraca y aquellos que a tu argumentación intencionalmente sensata oponen el equivalente a «Manzanas traigo». O que tratan de hacer ambas cosas. En cualquier caso la presunta conversación se convierte en un diálogo de besugos, salvo que uno la corte de inmediato obligando al gilipollas a buscarse otra víctima.