Acabo de leer el libro El Director, de David Jiménez García, flamante exdirector El Mundo, diario que por extrañas razones recuerda al banquillo eléctrico de Jesús Gil. Es un libro que se lee rápido –no llega a las 300 páginas–, en el que se nota que el autor es periodista: «mantiene la tensión del relato», según la frase consagrada; y, a pesar de que alguno lo tilda de «ajuste de cuentas», que también lo es, plantea la cuestión de las difíciles relaciones entre el periodismo y el poder, pero desde el punto de vista no del periodista de a pie, ni tampoco desde el poder, sino desde el punto de vista del director de un periódico, que es el personaje sobre el que convergen las diferentes presiones de unos y otros.
Al terminarlo, me ha quedado un regusto un tanto amargo. Alguna vez he comentado en mi blog que los españoles, a pesar de las rimbombancias, la cacareada «modélica Transición», las campanudeces de nuestros dizque representantes, no tenemos derecho a saber la verdad de las cosas. Tenemos derecho, eso sí, a dos versiones de la realidad: una positiva y otra negativa, pero ambas falsas o trufadas de medias verdades. Y no es que sólo lo diga yo: ahí estaba el juez Gómez Bermúdez diciendo que «Los españoles no estamos preparados para saber la verdad del 11-M». Es decir: según esta gentuza de campanillas, somos lo bastante estúpidos y menores de edad como para que nos hurten el relato de lo que ocurrió de verdad en el atentado terrorista más sangriento de la historia de España (200 muertos y 1.500 heridos).
Esta idea es la que preside las relaciones de nuestras ilustrísimas, excelencias y demás tratamientos del Estado con la gente (eufemismo para no decir «chusma» o «populacho»). Los de arriba no quieren que los de abajo sepan sus manejos; y para lograr eso, el periodismo verdadero es un verdadero estorbo. Lo que hoy sabemos es que en el mundillo periodístico nadie quiere «marcarse un Udo Ulfkotte»: o sea, tirar de la manta y contar cómo la CIA y otros servicios secretos compraron la opinión de los medios alemanes, algo que Herr Ulfkotte pagó con su vida. Y no estamos hablando de una oscura dictadura comunista o una teocracia islámica, qué va. Estamos hablando del corazón de Europa, donde se supone que se respetan las libertades de pensamiento, de información y de comunicación. Éste es el precio del libro de denuncia Periodistas comprados (traducción más o menos ajustada de su título en inglés y en alemán, «Gekaufte Journalisten») a día de hoy. ¿Verdad que les suena a censura?
Y uno piensa: si eso pasa en Alemania –de la que hablaremos algún día en detalle, pues allí no es oro todo lo que reluce, ni mucho menos–, ¿qué no puede estar pasando en las Batuecas, donde la lista de personas y hechos intocables es como una guía de teléfonos para un periodista honrado (o que trata de serlo, al menos)? ¿Qué pasaría si un día, un periodista honrado tuviera los conocimientos y experiencia suficientes y tirara de la manta? ¿Cabría la posibilidad de que lo pagara con su vida? Antes se era más discreto y a uno lo mandaban a escribir necrológicas en un diario de provincias; pero hoy quizá no se esté tan a salvo.
No voy a discutir si Jiménez García está en posición de dar lecciones, ajuste de cuentas aparte. Eso se lo dejo a los etólogos y otras hierbas de la profesión, guardianes de las esencias. Pero las cuestiones que plantea y las que deja entrever sí son importantes, a mi juicio. Por citar una de ellas sin desvelar totalmente la trama del relato: ¿hasta qué punto son necesarios personajes como El Cardenal (que alguno ha identificado con Antonio Fernández-Galiano), una especie de enlace en el que convergen tres intereses: el del diario que supuestamente protege, el de sus contactos en el poder político y económico y el suyo propio personal) y para quien un periódico es una especie de juguete? Los otros, enfocados a la luz de Jiménez García, parecen algunos verdaderamente «dignos» y otros francamente ridículos.
El libro tiene ese regusto al heptálogo de Orwell, en Rebelión en la granja… después de ser reducido a un solo mandamiento por el cerdo Napoleón. Para la prensa, después de leer este libro, parece que sólo le quedan dos opciones: domesticarse al son del poder y achicharrarse por la pérdida de lectores al ritmo de su pérdida de credibilidad o desaparecer en el extrarradio del sistema, donde hace mucho frío y además hay que competir con miríadas de pequeños blogs y es complicado que a uno lo escuchen.
La función de la prensa, por si alguno lo ha olvidado, es la de decir que «el Rey está desnudo», por mucho que los cortesanos lo adornen. De otro modo, sólo hay escribas al dictado. De hecho, casi lo han conseguido: la gente se interesa menos por la información que por el entretenimiento, de manera que la primera ha rebajado su nivel hasta empezar a ajustarse a lo segundo. A lagente importa más la última prótesis mamaria de una famosilla de medio pelo o el lío de faldas de algún presidente de club de fútbol (única manera de sentar a un señor y a su mujer frente al televisor). Poco a poco, vamos caminando hacia el hecho de que el único «periódico» que se pueda leer sea… el BOE. Ahí lo dejo.
Hoy mismo comentaba en casa el ¿telediario? de A3 y lo poco informativo que es. Por supuesto que ni haciendo zaping encuentra uno cosa distinta, claro.
Fíjese usted que dieron la noticia de que a una familia gitana les cobraron doble – 4€ en lugar de 2€- por entrar a la piscina de su pueblo, y era por causa justificada. Emplearon casi el mismo tiempo de tv(entrevista a la desconsolada madre incluida) que en la información sobre el estado de las negociaciones para formar gobierno.
Que nadie entienda que uno tiene algo en contra de la raza calé, pero es que el otro día vi como un perrito orinaba en una farola en una acera de mi ciudad, y este «notición» no salió en ningún informativo.
Eso sí, como usted bien dice, si fulana se amplía el canalillo o a mengano se le cae el móvil al agua, vaya por Dios, vaya tristeza y qué exclusivas.
No tenemos remedio.
Feliz verano
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Amigo Pablo:
Perdona que haya tardado tanto tiempo en contestar tu comentario, pero entre unas cosas y otras no me ha sido posible, así que ahora que tengo cinco minutos voy a ello.
De acuerdo con tu comentario. Y lo amplío un poco más. Mucha de la información que nos venden como interesante para el populacho (o sea, lo que antes se llamaba «clase media») es información averiada: es decir, una mentira completa o una media verdad. En la televisión es donde luce más esplendorosamente este aserto. Por eso hay tortazos en la concesión de licencias televisivas y por eso también el poder (económico y político) castiga más en ese ámbito a los «desafectos» (a los que se atreven a decir verdades completas). Y así el resto, estén o no en la televisión, van midiendo «hasta dónde pueden leer», como si se tratara del viejo Un, dos, tres…
Por consiguiente, cada vez me voy apartando más de la «noticia», ese perpetuum tippex que va desde lo intrascendente a lo vulgar (lo que realmente nos interesa no nos lo cuentan) y me refugio más en la lectura, que da un fresco mucho más amplio de cómo son las cosas. Aparte la lectura, gracias a Dios, está libre de la brasa publicitaria y permite crear un espacio propio e íntimo sin interferencias. Permite que seamos menos «homos» (en todos los sentidos o, al menos, en el pasivo) y más «sapiens».
Con las pequeñas salvedades que menciono en mi entrada, el libro es altamente recomendable.
Pasa igualmente un buen verano.
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