Hace unos días terminé de leer el libro Gente casi perfecta, de Michael Booth, periodista inglés afincado en Dinamarca y casado con una danesa. Da una panorámica interesante de esa región europea, pues se pasea con mayor o menor extensión por cada uno de los países cuya agrupación de forma genérica llamamos «Escandinavia». Naturalmente, habla con extensión de Dinamarca, que es donde vive, de donde su mujer es oriunda y donde ha escolarizado a su hijo. Y luego también habla con extensión de Suecia, que al parecer concita las rencillas de todas las demás hermanas por ser la hermana mayor.
No me queda claro que sean gente tan perfecta. Quizá yo, por haber nacido en el Mediterráneo, lo vea de forma muy distinta. Para empezar, la asquerosa climatología, que en mi opinión sí que influye en eso que han dado en llamar «determinismo geográfico» (la configuración del medio influye en la idiosincrasia de las personas), hace que uno no desee vivir mucho tiempo por allí, a menos que los avatares de la vida le lleven a ello. Les falta sin duda ninguna el sol y la joie de vivre de la que gozamos con más frecuencia por estos pagos.
Pero lo que me ha llamado poderosamente la atención es algo que el autor revela, pero dándole la vuelta: la hygge danesa (que tiene su reflejo en el lagom sueco). Es decir, esa forma de conducirse en sociedad que evita los problemas a cualquier precio, determinando, por ejemplo, que hay cosas de las que «no se puede hablar» si se quiere mantener la paz de las reuniones familiares y de otro tipo. Así, aunque exista un elefante blanco en el salón hay que ignorarlo para no arruinar la reunión. En Alemania lo llaman Gemütlichkeit y tiene el mismo significado y función.
Luego hay otros problemas. Es verdad que gozan del mayor poder adquisitivo de Europa. Tienen un sistema de protección social que los españoles, por ejemplo, podríamos envidiar. Y digo bien, podríamos, porque mirado más de cerca ya no parece tan estupendo. Para empezar, porque para sostenerlo hacen falta unos impuestos draconianos. Segundo, por el poder que se le ha concedido de entrometerse en la vida de las personas (en Alemania es parecido y lo que asusta es que ése sea el modelo a exportar al resto de la UE). Y luego el llamado totalitarismo socialdemócrata, que es propio de Suecia, pero que en mayor o menor medida se puede predicar de toda la zona escandinava. Las personas se censuran unas a otras, mientras su vínculo más fuerte no es entre sí, sino con el Estado, generoso proveedor a cambio de que uno se mantenga en el rebaño.
Sin olvidarnos de dos cosas: su elevado nivel adquisitivo, al parecer, es inversamente proporcional al de su fe religiosa. Tienen iglesias hermosas pero vacías. Eso, para mí, representa un choque cultural. Y es un punto flaco que les pasará factura, por más que ahora crean que «Papá Estado lo resuelve todo».
Y, en segundo lugar, el nivel adquisitivo elevado es para los profesionales cualificados: es decir, si vas de doctor o incluso doctorando. Para trabajos bajos, la historia es distinta y la diferencia salarial abismal. Una persona que llegara a esos países con poca cualificación profesional lo tendría crudo. La estratificación social existe, a pesar de que ellos afirman de sí mismos que son los países más igualitarios de la tierra y suelen ocupar puestos elevados en el ranking de la felicidad. Claro: si felicidad es igual a dinero, evidentemente tienen muchos puntos ganados.
Finalmente y para no estropear la lectura, decir que la descripción que hace el autor de cómo el consenso lo cruje a uno individualmente (Suecia, nuevamente, pero posiblemente aplicable al resto) me parece terrorífica. Uno prácticamente no piensa nada sin el permiso de los demás. Eso en España es inconcebible –aún–, si bien con el carajote de la corrección política se «progresa adecuadamente» por ese camino.
Mi conclusión: no, no es gente «perfecta». Es gente que encara las cosas de forma distinta a nosotros, debido seguramente a la geografía y la historia. Si yo tuviera una cualificación suficiente y ansias de hacer dinero, sin que me importara nada más, seguramente liaría el petate y me largaría allí, aunque mi trabajo consistiera en hacer gallardas a los osos polares para analizar su semen. Pero no es el caso. Y no les envidio. De hecho, son ellos los que lían el petate cuando se jubilan y se vienen aquí, cuando no a Francia o a Italia, así que resulta que el refranero es sabio: quien ríe el último, ríe mejor.