Hoy me apetece hablarles de dos enfermedades que padecen los comunicadores cada vez que se acercan unos comicios. Es algo sistemático, que afecta al habla y que, según los casos, puede provocar alguna que otra disonancia cognitiva.
La primera de esas es la encuestitis. Se percibe en la fruición con la que algunos se zambullen en las encuestas, comparando, sopesando, midiendo de arriba abajo, del derecho y del revés los datos que se publican sobre encuestas realizadas. Y luego le hablan a uno con esa unción sobre «las tendencias» de por dónde irá el voto. Vamos, que sólo falta que les hablen de la varianza y la covarianza para explicar los arcanos designios del dios Voto.
Ya les comenté en otra entrada que no me fiaba un pelo de las encuestas. Para empezar, de las del CIS: es una vergüenza que con dinero público (ese que no é de nadien) se propongan encuestas y luego se cocinen para lograr algo que guste al jefe, aunque esté a años luz de la verdad. Y segundo de las otras, porque todas ellas forman un conjunto que, en conjunto, tratan de dirigir el voto señalando un posible vencedor. Parece ser que el efecto oveja sigue funcionando. Si lo usan los comerciales de las empresas eléctricas («todos sus vecinos han contratado con nosotros; ¿por qué usted no lo iba a hacer?»), ¿por qué las empresas de encuestas no lo iban a usar? Eso sí: llame usted «oveja» a Juan Español y verá lo que es bueno. Al final, ¿qué pasa? Que las empresas de encuestas, por diversas razones, fallan en sus predicciones. No están en mejor posición que un arúspice romano que justificara su fallo diciendo algo así como «Eeeeehhh… es que en el último momento una de las palomas cambió de rumbo y eso me confundió». Más vale que en vez de «empresas de encuestas» las llamen casas de apuestas, que sería más ajustado y honesto.
Y la segunda de las enfermedades es la de la discursitis o «síndrome de qué-bien-habla-el-cura». Algunos radiofonistas dicen: «… El otro día Fulano estuvo muy bien en tal mítin (o sesión de control al Gobierno o debate del estado de la canción)». Parecen feligreses a la salida de misa comentando lo inspirado del sermón del páter. También les voy a decir que no me fío un pelo de los discursos. Se dicen tantas cosas en campaña con un micro en la mano… Es tan embriagador estar ante diez mil personas en un «marco incomparable»… que cuando acaba la campaña uno siente algo muy parecido a una resaca. Normalmente, como un piano y con el siguiente efecto:
–Oye (quien pregunta todavía cree que el hoy presidente y antes candidato está igual de accesible que entonces), ¿no dijiste que (por ejemplo) ibas a terminar con el problema catalán de un plumazo? Y lo recuerdo bien, porque lo dijiste en tal sitio el día tal y me afecta de lleno…
El flamante presidente, visiblemente contrariado por la buena memoria de su interlocutor, farfulla algo parecido a esto:
–Eeeehhh… bueno, sí… debí decir algo parecido a esto… Pero lo cierto es que no saqué suficientes votos y necesito a esos cabrones para la investidura, así que eso tendrá que esperar.
–Y entonces, los que vivimos allí, que trabajamos allí y nuestros hijos van al colegio allí, ¿vamos a seguir igual de desamparados que siempre ante el acoso separatista? –insiste el interlocutor–.
Ante esto, el flamante presidente/candidato tiene dos opciones:
–Mi querido amigo, la política en mayúsculas no se ocupa de las limitadas necesidades individuales (pronúnciese esto con aire solemne y engolando la voz, haciendo sentir al interlocutor como un mosquito importuno). Además (añade en tono confianzudo, para suavizar el golpe de lo anterior), esos cabrones de la Banca y de las energéticas me aprietan mucho y tengo que plegarme a sus deseos si quiero una legislatura tranquila. Y los tengo que recibir después que a ti.
O bien:
–Es lo que hay. Ya sabes que, como dijo Tierno Galván, los programas electorales están para no cumplirse. Y yo tenía que ser presidente por narices. Dudo que lo entiendas, pero es así.
Para entonces, uno lleva un rato con la misma expresión facial que Amerigo Bonassera. Se ha quedado como un soufflé aplastado. No sabía mucho de gran cosa, pero ahora sí sabe algo: la próxima vez a ese tío le va a votar su señora madre. Ha perdido su voto, el de su familia y el de sus amigos. Incluso puede que haya perdido las ganas de votar. También es posible que el candidato-presidente dé orden a su guardia pretoriana de impedir subsiguientes contactos con ese importuno u otros del mismo jaez.
Pero esto es lo que nos vende un sector del periodismo (me da igual si vendido o no y también me da igual su color).
Por si a alguien le interesa, le voy a dar mi receta. Consiste en valorar por uno mismo los hechos. Es bastante menos falible que lo de las encuestas y tal, pero tiene tres contras: uno tiene que esforzarse en hacer memoria, tiene que encajar bastantes factores y no siempre los hechos a valorar están disponibles (una parte no pequeña de la información es mercancía averiada y cuesta apartar la hojarasca para ver lo importante). Las palabras se las lleva el viento, son hojarasca otoñal: el frío invernal de los hechos es de verdad, con independencia de la duración de su efecto.
Quizá ustedes, tras llevar a cabo este ejercicio en vez de creerse las mentiras de unos y las apuestas de otros, pierdan la fe en esta especie de democracia de baja intensidad que nos venden como exitosa sucesora de la «dictadura franquista». Pero por lo menos sabrán a qué atenerse y no se llamarán a engaño, en vez de prestarse a esa pulsión tan española de «voto a los hunos para que no ganen los cabrones de los hotros». Quien participa de ese pim-pam-pum no se entera de que, gane la facción del consexo que gane, perdemos todos los demás.
Un comentario en “Itis”