Hace mucho tiempo que no escribía algo propio, así que creo llegado el momento de hacerlo. Por eso hoy va a ser una entrada larga.
El mundo gira a una velocidad mayor en estos tiempos. O así parece, dado que no nos movemos de la silla. El mundo de verdad se mueve pausadamente: 24 horas al día, 7 días a la semana, 52 (más o menos) semanas al año… Pero hoy hemos de contar con una realidad más: la creada por las «redes insociales», en absoluto sociales. Y, en la medida que el mundo antes civilizado está atontado mirando sus pantallas (de móvil, de tablet o de ordenador), parece que ahí está la acción…
… pero no es verdad.
En esa realidad 2.0 suceden cosas, pero lamento darles malas noticias: son pura fantasmagoría. ¿De verdad creen ustedes que uno «se muere» de verdad porque le cancelen una cuenta en una de esas redes sociales? Les diré más: esa realidad 2.0 últimamente parece sometida al frenético ritmo del principio de la renovación de las «reglas de la propaganda» atribuidas a Goebbels. Su formulación canónica reza del siguiente modo: «Hay que emitir constantemente informaciones y argumentos nuevos a un ritmo tal que cuando el adversario responda el público esté ya interesado en otra cosa. Las respuestas del adversario nunca han de poder contrarrestar el nivel creciente de acusaciones».
Y entiendo que eso es lo que está pasando: no hemos terminado de digerir un escándalo que ya está apareciendo otro en las noticias. De los hunos, de los hotros, de la gran esperanza verde limón… Es una avalancha imparable de «hechos» que nosotros, como pueblo, simplemente no podemos digerir. Ya se nos acaban las palabras, los cabreos, las expresiones… Nos quedamos sin nada que decir. La sobreestimulación causa ese efecto de embotamiento de los sentidos. Y aquí es donde llega una palabra clave: «Bah». Esa palabra, que supone una dimisión nada implícita respecto de los deberes ciudadanos, es la carta blanca que los corruptos necesitan para seguir haciendo lo que hacen (seguir consumiendo drogas, trago y putas a costa del erario público). Total, a la gente «le da todo igual porque son todos igual de corruptos». Y por eso también las llamadas heroicas a «hacer algo» consistentes en «Vamos a rodear quemar el Congreso» o similares caen en saco roto. Si las redes sociales dejaran de ser el sustituto de la barra de bar en la que se pegan los puñetazos y se dan los golpes de pecho en plan «¡Dejadme solo, que yo puedo con todo!», las cerrarían.
¿La alternativa? Ya la conocen. Si alguien se cansa de ser vox clamans y tiene un problema que a nadie le importa y que ni siquiera las autoridades se molestan en solucionar, lo último que puede hacer es tomarse la justicia por su mano. Ni lo de «per la giustizia dobbiamo andare da Don Corleone», de Amerigo Bonasera. En cualquiera de los dos casos, si les pillan o si les descubren, se les va a caer el pelo. Por tanto, es mejor que usted se siga desgañitando en «redes sociales» si no quiere meterse en dibujos, aunque a nadie le importe una mierda su propio problema por estar ensimismado en los suyos propios.
Y es carta blanca también para que otros que no son tan «corruptos» (o sí, vayan ustedes a saber), pero mucho más peligrosos, nos hagan un poquito más esclavos cada día, con la táctica del salami. Y que lleguemos a un punto en que, como en China, se imponga un sistema de crédito social: es decir, si usted es un fiel servidor del Estado y «ciudadano ejemplar» (ya hemos visto en que ha quedado ese conceto durante el korona), podrá usted tener dinero y pedir a crédito. Y si usted es una rata asquerosa contrarrevolucionaria y disidente del sistema, no tendrá un céntimo y deberá vivir fuera del sistema porque no obtendrá usted nada a crédito.
Pero me estoy desviando. Tomaré una idea de un libro del escritor Francisco Gijón (La leyenda del caballo turco, que les recomiendo ya de paso) y diré que la heroína que se distribuyó en los años 80 en España (la misma que se distribuyó en los Estados Unidos en los 70 a la juventud durante la guerra del Vietnam) y que sirvió para desactivar los posibles relevos generacionales tanto allí como aquí, ha mutado ahora en droga electrónica. Es más peligrosa y lamentable en los niños, claro; pero hoy ya no hay diferencia entre niños y adultos: es consumida por ambos tipos de gente. Dejemos aparte del hecho de que hoy en día uno no puede concebir siquiera el vivir de espaldas a Internet; cada vez es más necesaria para entablar tratos con la gente importante (entre otros, la Administración y los bancos). Hasta los periodistas, otrora cazadores de noticias de verdad («ir, ver y contarlo») se sientan hoy en alguna red social y escarban buscando un tema del que poder hablar sin que les suelten un soplamocos que les deje sin sueldo.
¿Resultado de todo esto? Una sociedad más amorfa que una ameba ensimismada. Que sí, que la educación y la cultura (la comunicación acabamos de mencionarla) han hecho su trabajo, creando no ya ciudadanos, sino borregos cuadrados ante la consigna. Probablemente ocurra también allende nuestras fronteras: en aquellos países que siempre nos mencionaron como ejemplo (en especial los USA y Alemania), la cosa ha llegado a un punto que pone los pelos de punta. En un sentido negativo, Internet ha servido para que el resfriado cultural que se pillaba en esos lares y que tardaba antes unos diez años en llegar aquí ahora llegue en apenas dos años.
Sin embargo (y es mi modesta opinión), esto tiene solución. Y no, no es «más hachís» ni el «entretenimiento completo» de Beatty. Se lo cuento en la siguiente entrada.