Cara a… la hoz y el martillo (I)


 

Me cuenta mi padre de cuando él era mozo, en su pueblo, que aunque los niños tenían que ayudar en las tareas del campo, tenían su escuela y su maestro de primeras letras. El profesor entraba en la clase y los niños tenían que cantar el Cara al sol con el brazo en alto. Una escena muy falangista, desde luego, cuyo fervor patriótico fue decayendo con los años. En los años sesenta ya no se cantaba el himno falangista: metidos de lleno en la España en obras, en las escuelas daba más por rezar que otra cosa; y saliendo como estábamos saliendo de la pobreza, el rocanrol ya empezaba a ser lo más importante. Triunfaban el Dúo Dinámico y Manolo Escobar, que dejó de repartir cartas en Badalona para encasquetarse el micro, con bastante fortuna como se ha podido ver.

 

Se podrá decir que la educación que recibieron los niños de la posguerra era falangista, nacionalcatólica o cualquier otro adjetivo despreciativo que a la mente acudir pueda. Pero no se podrá negar que aquella educación tenía un punto «bueno»: la famosa «integración familia-escuela», esa especie de grial progre que busca desesperadamente la caterva educativa que gobierna hoy los destinos de las escuelas. Y que no era más que lo siguiente: si tú hacías una pifia en la escuela y el maestro te descubría, te atizaba un buen azote o regletazo (a gusto); y si además, se enteraban de la pifia en casa, recibías también otro soberano azote. Ni más ni menos. Se exigía que los niños cumplieran con sus tareas y se estaba encima de ellos constantemente. El maestro tenía una autoridad, ciertamente: ahora parece que van de «coleguillas» pero entonces eran «Don Ernesto» o «Don Tarsicio». O también «Doña Pilar» o «Doña Raimunda». Y ojo con faltarles al respeto.

 

Hoy en día, con todo lo que ha llovido desde entonces, el pueblo queda lejos. Se habla de «comunidad educativa», de forma que cada colegio parece una especie de «célula autogestionada» y de otros términos más propios de la cháchara abstrusa y pretendidamente tecnocrática de los 60-70 (en realidad, un cúmulo de expresiones de la más absoluta pedantería). ¿Y para qué? Simplemente, para conseguir que los padres se impliquen más en la educación de los hijos. Para educarlos, en el sentido de que los hijos no son «el estorbo que inevitablemente hay que aguantar en vacaciones» y que la escuela no es una especie de «aparcamiento infantil», donde se deja al niño o a la niña mientras uno va a trabajar.

 

Hoy en día el problema más acuciante a resolver no es tanto el acoso escolar (es un problema, es grave, pero es un problema derivado). El profesor (es decir, «alguien que profesa» ideas de otras personas; ya no maestro), privado como está de la autoridad de la que antes gozaba (y en algún caso se le podía ir la mano), se desentiende hoy. Sabe que si quiere aplicar un correctivo a algún mocoso, por muy justificado que esté, se puede echar encima al APA, al director, al Consejo escolar y en algún caso sangrante, hasta a la justicia. Que si por un zapatillazo te arrean 16 meses de separación y una multa, por un tortazo qué menos que cuatro meses, ¿no? El problema más acuciante es el de devolver la autoridad al profesor. Eso, y preparar a los profesores para que se enfrenten a una clase con 30 o 40 mozalbetes que no piensan más que en mandarse mensajitos de móvil y en acoquinar al «diferente» simplemente por diversión, además de grabarlo con el móvil y colgarlo en la Red.

 

No es de extrañar que haya tantos profesores «quemados», que piden la baja por depresión, ante la imposibilidad de defenderse de sus alumnos (malo cuando un profesor tiene que defenderse de sus alumnos).

 

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Autor: Aguador

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