Media sentencia


Ya parió la burra, que diría el campesino después de esperar un tiempo más que razonable a que el animal diera a luz el producto de su gestación. Y esta vez no fue el parto de los montes, sino de la Casas, que nuevamente se ha quedado en algo pequeñito, algo chiquitito. Pero vayamos por partes, que dijo Jack el Destripador.

Varias observaciones cabe hacer a la sentencia. La primera de todas es que sus señorías constitucionales han tardado nada menos que cuatro años en parir la sentencia. Plazo suficientemente largo como para que hayan ocurrido acontecimientos significativos, cual es el caso del fallecimiento de uno de los magistrados (Roberto García Calvo, del bando conservador) y la recusación de otro por haber participado en un dictamen previo al recurso ante el TC de la misma norma. Ni siquiera los cardenales que eligieron a Gregorio X en 1271 tardaron tanto. Vean ustedes la historia, resumida (original aquí):

Érase que se era el año de gracia de 1268. El día 29 de noviembre de aquel año había fallecido el Papa Clemente IV, de origen francés y en la cátedra de San Pedro desde el 22 de febrero de 1265. Los cardenales se dirigieron a la citada localidad de Viterbo para elegir su sucesor. Presiones políticas externas, discusiones bizantinas -en el sentido figurado de esta frase- y las ambiciones de la aristocracia romana y de sus candidatos empezaban a demorar casi sin fin la elección papal. Transcurren los meses y se cumple el primer año de sede vacante y de votaciones sin fin. El señor de Viterbo, Alberto de Montebono, hace cerrar herméticamente el palacio papal con los cardenales dentro y utiliza una abertura del tejado para arrojar a los cardenales comida y bebida, bien racionada y forzar así la elección, que no llegará a pesar de ello hasta el 1 de noviembre de 1271, casi tres años desde que muriera el Papa…¡!

La famosa sentencia del Estatut ha tardado cuatro años, pues. Cuesta creer que unos señores que de formación más que universitaria –catedráticos los más- hayan tardado cuatro años en leerse el fárrago que es el Estatut y decidir que algunas partes del mismo no se ajustan a la Constitución. Y cuando un servidor de ustedes (y cualquiera a quien le presenten la cuestión en términos más o menos sencillos) ve que el texto es directamente inconstitucional, y se tiene que preguntar: «¿A qué esperan para tumbarlo?», es que hay gato encerrado y no precisamente el de Antonio Jiménez. Es decir, que para tumbarlo no era necesario tanto tiempo. Entonces, ¿para qué se necesitaba tanto tiempo? Para vestir al muerto y darle una apariencia soportable.

En mi humilde opinión, ese «gato encerrado» no es otro que el de las presiones ejercidas por la clase política toda y de todos los tamaños y pelajes. «Acuérdate de quién te ha puesto ahí», susurran unos. «Hacedlo como queráis, pero tiene que salir una sentencia positiva», medio vocean los otros. «¡Si no sale una sentencia favorable la vamos a liar!», vociferan los de acullá. Y sus señorías constitucionales han decidido que entre la ley y el debido respeto que como vasallos deben a los políticos que los han puesto donde están, la necesidad de quedar bien con todos y el miedo a que se arme un pitote, es mucho más práctico y rentable dejar de lado la ley (en este caso la Constitución).

La segunda observación va referida a la posición del Gobierno «presuntamente de España». De entrada, da grima pensar que el Estatut fue aprobado en una noche loca de tabaco y humo que compartieron Mr. Bean y el Príncipe Encantador (Artur Mas). Mr. Bean aseguró que «aprobaría lo que saliese del Parlament tal como saliese». Ni siquiera los tijeretazos de Arfonzo Guerra consiguieron que la criatura fuese mínimamente presentable.

Gotas que me vais dejando...

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