Recupero para ustedes este artículo que cierto periodista (ahora no recuerdo muy bien si fue Joan Barril u otro columnista de El Periódico), que debe andar en la hemeroteca allá por el 2001 o 2002. Cosas de un servidor de ustedes, que no tomó nota del articulista y de la fecha del artículo. En cualquier caso, lo considero de interés por cuanto, en cierta forma, la enfermedad estatista ha avanzado mucho en estos diez años últimos y estas palabras resultan proféticas. En el bien entendido de que un profeta no es –o no sólo es– alguien que ve el futuro, sino alguien que recuerda la historia.
El Estado está para protegernos, dicen. Pero hay diversas formas de atender la protección. En tan sólo un siglo, el Estado moderno ha experimentado muchísimos cambios doctrinales. El Estado servía para crecer y administrar la metrópoli y para garantizar el buen negocio de los poderosos. Pero a primeros de siglo el Estado empezó a abusar de la gente. Se movilizó a las multitudes para mandarlas a morir a los campos de batalla y eso, tarde o temprano, se tenía que compensar. Apareció entonces un Estado paternal y protector. Un Estado que decidía cuándo se trabajaba y cuándo era fiesta. Un Estado que velaba por las pensiones y por la sanidad pública, por la instrucción de los niños y el retiro de los mayores.
Pero eso también se acaba pagando. Porque de tan agradecidos no nos dimos cuenta de que el Estado había entrado en casa y se atrevía con todo. Un Estado protector no lo es únicamente en la necesidad. También nos pretende proteger desde la arbitrariedad. Cuando damos al Estado la confianza de la seguridad social el Estado se toma atribuciones excesivas. ¿No queríamos ser atendidos en la enfermedad? Pues la mejor manera de evitar la enfermedad es la prohibición salutífera de todos los vicios. Es entonces cuando el Estado se dispone a atarnos corto y limita velocidades, prohíbe fumar y establece que a partir de ciertas horas ya no se puede beber.
España es un país tolerante y pactista que no resiste el corsé de reglamentos asfixiantes. Pero basta ir a Inglaterra para encontrar la paradoja de prohibiciones imposibles y de prevenciones absurdas. El turista llega a uno de sus famosos pubs. Es fin de semana y el establecimiento está lleno. El turista se acerca al mostrador donde se alinean espectaculares fuentes de cerveza y, con su mejor inglés, pide una pinta. Lo sienten, claro. Cualquier conversación en inglés suele incluir en algún momento esa referencia al sentimiento. Lo sienten de verdad, están desolados, darían su vida por satisfacer nuestras pequeñas demandas pero, ya lo ve usted, son más de las once y a las once no se puede servir cerveza. De nada sirve que sólo pase un minuto de las once. La ley establece que más allá de las once los grifos se cierran. Ni un minuto ni una hora: sólo más allá. El turista advierte entonces que, a su alrededor, los otros parroquianos continúan sus charlas, sus partidas de billar o de dardos, acompañados de grandes reservas de pintas de cerveza completamente llenas. ¿Y éstos?, pregunta el turista. ¿Por qué beben pasadas las once? La ley es exacta: las once es el límite de servir, pero no de beber. Sutiles bebedores estos británicos. Han acompasado el sorbo amargo de la cerveza al reloj implacable de la Administración.
Durante muchos años circuló el chiste anticomunista de aquel ciudadano búlgaro que se paseaba por Sofía con un paraguas y una gabardina bajo un sol abrasador. Preguntado por los motivos de su extraño atuendo el hombre respondía: «Es verdad que en Sofía hace sol. Pero en Moscú está lloviendo». La penetración del Estado en nuestros hábitos más personales parecía hasta ahora un signo de los totalitarismos. La China de Mao controlaba la natalidad, el Chile de Pinochet quemaba los libros incómodos, la España de Franco impedía la entrada en un hotel de las parejas sin libro de familia.
Y por lo visto a medida que el mercado sustituye al Estado y que los grandes ejecutivos de las corporaciones hacen y deshacen las estructuras del poder político, el Estado abandona su misión ancestral y se queda con las tonterías. Por un lado nos recuerdan que el sistema de pensiones va a la bancarrota, pero por el otro se encastillan en la limitación de los extraños horarios del ocio juvenil. Por un lado advierten que nos tendremos que pagar las medicinas; por el otro nos conminan a separar las basuras en bolsas discriminadas. Por una parte nos recortan las más mínimas facilidades para la natalidad, y por la otra dicen protegernos de nuestros amigos extranjeros no por amigos cuanto por extranjeros. El Estado ya no manda como antes. Pero ese Estado debilitado y quisquilloso se está especializando en hacernos la puñeta.