Debe ser algo así como que son fundamentales en la vida de uno, porque de otra forma, Dios no hubiera programado tu vida para que estratégicamente te encontraras con alguno a lo largo del día. Sin ánimo de agotar el tema, intentaremos clasificarlos.
En primer lugar, tenemos al gilipollas estándar. Éste es de los que te encuentras cuando vas por la calle y te da un codazo sin querer, pero en vez de pedirte perdón te enseña el dedo corazón y te señala como culpable por cruzarte en su camino cuando ha sido él el que te ha dado con el codo. En esta categoría hemos entrado la mayoría de nosotros alguna vez; pero admitamos que no es grave porque vuelves a tardar mucho en encontrarte a esa persona en concreto.
Luego tenemos al vecino gilipollas. Los hay en diverso grado.
Tenemos, en primer lugar, al vecino gilipollas horario. Siempre es peor vivir con él pared con pared en vez de que uno esté en un primero y otro en un sexto (en ese caso raramente te lo encuentras y seguramente puede encajar en la categoría anterior). El vecino gilipollas horario contiguo es el que te aporrea la pared cuando hablas demasiado alto –según él– a una hora en que él (o ella, no nos pongamos sexistas) quiere hacer la siesta o dormir; o coge el ascensor para no tener que encontrarse contigo en la escalera.
Una segunda categoría es el vecino gilipollas chismoso. Casi siempre hablamos de personas mayores, en este caso. Puede vivir contigo o no; pero en cualquier caso, si quieres saber algo de tu vecino Fulano o de tu vecina Zutana, puedes estar seguro de que él –o ella– lo saben. Suele presentar, además, otro rasgo molesto: siempre que te ve, siente la irresistible tentación de contarte esos detalles de la vida de los otros que él sabe. El problema es que luego preguntas por la vida de él y ésa no te la cuenta, qué va. Pero terceras personas, probablemente víctimas suyas, sí te cuentan: resulta que es un señor o una señora hechos polvo porque tuvieron una hija a la que, por discapacidad, encerraron en un sanatorio y que falleció con treinta años sin que nunca la fueran a visitar. Y, como dicen en Andalucía, te entra entonces una pena mú grande por ellos.
Sin embargo, aunque no se viva pared con pared con él, puede resultar igualmente peligroso. Puede tratarse del vecino gilipollas perruno, devoto de la religión perruna que, simplemente porque le divierte que no te gusten los perros o porque se levantó con el pie izquierdo ese día, azuza al chucho contra ti en cuanto te ve. El tamaño del perro es directamente proporcional a su gilipollez. El asunto no puede sino acabar de una forma desagradable, por denuncia ante la autoridad competente. No obstante a ése, una vez cursada la denuncia, no le vuelves a ver.
Finalmente, nos queda el vecino (o vecina) gilipollas cabroncete. Podría pertenecer a la primera categoría en apariencia, la del gilipollas estándar. Pero te das cuenta que no es así cuando coge un día y dice en una reunión de «esta nuestra comunidad»: «Estaría bien que el vecino del 1º quitara esa uralita que tiene en el patio, porque cuando llueve hace mucho ruido y me molesta». Da igual que intentes razonar que la terraza –o tu parte de ella– se llenará de cagadas de paloma si no se coloca algún tipo de resguardo. Hay que quitarla sin remedio. Ahí te das cuenta de que es un cabroncete (o cabronceta, si es que se me permite el término).