Luego están los gilipollas sociales, que son los que te encuentras en el colegio (grupo éste amplio, que incluye a padres, madres y/o profesores). Entre éstos te encuentras siempre al típico profesor gilipollas, tanto en su variante de primaria como la de secundaria. En el primer caso la cosa puede ir así, más o menos. Tú vas a una tutoría con la educadora de turno. Te ha llamado porque parece haber un problema con el niño o la niña.
–Es que es un niño tímido –dice ella–.
Tú, que aún no sabes por dónde te va a salir, empiezas normalmente:
–Es normal. Además, es tranquilo y me saca buenas notas, así que no tengo queja de él.
Ella insiste:
–Bueno, pero es que debe socializar. No es una isla y el ideario de este colegio es que todos se relacionan con todos y…
Tú empiezas a calentarte.
–¿Cómo que debe socializar? Ya socializa bastante en casa. No me empieces a tocar los ovarios.
La educadora parece como que recula, al verte enseñar las garras.
–Bueno, no te enfades. Para estos casos tenemos un tratamiento psicológico que…
Eso ya ha sido enseñarte un trapo rojo.
–¡Nada de tratamientos! ¡Mi hijo no es un anormal! ¡Sólo necesita que respeten su ritmo natural!
Ahí la educadora saca las garras, como le han enseñado que hay que hacer con los padres recalcitrantes:
–Oye, ¿y a ti quién te ha dado el título de psicología? ¿Quién te crees que eres?
Tú, al límite de la furia:
–¡Pues me lo da el hecho de que –aquí unos cuantos decibelios más– SOY SU MADRE Y LO CONOZCO MEJOR QUE TÚ –aquí palabra mágica–, GILIPOLLAS!
Si no eres muy educada, puedes añadir un portazo que hará vibrar la estructura del colegio y un «¡Y métete el ideario de este colegio por donde puedas, que por donde deberías metértelo no te va a entrar!».
Como queda dicho, también puede ser que te los encuentres en la reunión del AMPA. Están ahí la mitad de los padres de la clase de tu hijo. La tutora de la clase tiene una sonrisa de oreja a oreja. Se aclara la voz y dice con voz tonante y falsamente entusiasta:
–¡Queridos amigos! He tenido una idea estupenda. Para mejorar la calidad educativa del curso, ¡VAMOS A HACER UNA EXCURSIÓN CON LOS DE 9º C A X, que es una ciudad cien por cien cultural! ¡Y la Directora lo ha aprobado! ¿No os parece una idea estupenda?
El entusiasmo de los padres es inversamente proporcional a la estupendez de la idea. Se ven caras de fastidio. Entonces uno de los padres pregunta:
–¿Y cuánto va a durar esa excursión? –pregunta uno, echando un bostezo–.
La tutora se queda como un soufflé aplastado.
–Ehhhh… dos días, como mucho –dice, casi a media voz–.
Otra, con algo más de entusiasmo, sugiere:
–Oye, ¿y si hablamos con la Directora para que la alargue una semana? Es que en el Club de Campo hay un campeonato de bridge y dura precisamente una semana. Mis amigas del Club no me perdonarían que no participase. Es que esto de la excursión es una minucia, o sea, ¿sabes? –dice, con desdén–.
La piel de la tutora está adquiriendo un color blanquecino. No sabe qué es peor: que una madre le endose de esa manera a su hijo o los recuerdos de una excursión que hizo el curso pasado con esa misma clase. En esa excursión le tocaron el culo, le hicieron beber una noche más de la cuenta, la grabaron y subieron la grabación a Youtube –salvó de milagro su puesto de trabajo a pesar de que se enteró todo el colegio–, le robaron las bragas de la maleta; luego se las devolvieron, pero empapadas de bomba fétida, que le estuvo picando salva sea la parte dos semanas… una pesadilla, vamos. Y ahora esos cabrones quieren que ella pase una semana con sus hijos. ¿Una semana?
–Oye –dice otro, envalentonado–, ¿y no podrían ser dos semanas? Es que me coincide con un cursillo de formación en la empresa y si no voy tendré que esperar a ascender el año que viene… Ya sabes que la Directora, si ponemos nosotros el dinero, no tiene nada que objetar.
El tipo en realidad no tiene curso ni tiene nada. Lo que tiene son unas ganas locas de retozar con su secretaria en algún lugar paradisíaco –a costa de la empresa, naturalmente– esas dos semanas, por la única razón de que a la secretaria la ve el triple de tiempo que a su mujer y la madre de sus hijos –dos, para llenar el cupo: uno tan gilipollas como el padre y el otro tan gilipollas como la madre–.
A estas alturas de la reunión, la tutora ya pone cara de pedir clemencia al César. Pero aún falta lo mejor. En la última fila hay una mujer. Le brillan los ojos del desprecio que siente por todos ellos. Y pregunta, con voz suave, pero sin titubeos:
–¿Y cuánto va a costar esa excursión? ¿Y para qué va a servir, exactamente?
Se oyen bufidos de diverso volumen y extensión. Incluso a la del bridge se le escapa el comentario: «Ya está la pobretona ésa fastidiando…».
–Puessssssss…ehmmmmmmmmm… como unos trescientos cincuenta euros, más o menos, es el promedio, ya sa…
–No sé ni para qué pregunta, si sabe de sobras que su hijo no va a ir –la interrumpe la del bridge–.
–Bueno, no nos pongamos nerviosos –dice, conciliadora, la tutora, que ha recuperado algo de compostura–. Aquí todos tenemos derecho a hablar.
La señora del fondo dice, resueltamente:
–Pues mi hijo no va a ir a esa excursión. No le veo ningún provecho, salvo que el resto se quiere librar de los suyos por un rato. Es una solemne gilipollez –otra vez la palabra mágica–.
La tutora se siente atacada y dice, con tono que quiere aparentar indiferencia:
–Si tu hijo no va, bajaré sus notas y tendrá una mención especial de mala conducta.
La madre le sostiene tranquilamente la mirada y dice:
–Atrévete, GILIPOLLAS.
Y se va.
De esta clase de «encuentros», si uno pretende ser un padre o madre responsables respecto de sus hijos y educarlos bien… pues unos cuantos a lo largo del curso escolar.