El Papa no tiene quien le escriba (I)


Antes de meternos en materia, voy a realizar un ejercicio de imaginación. Voy a imaginarme una conversación telefónica, que podría ir del siguiente tenor. Naturalmente, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia…

(Interior noche. Suena el teléfono).

—¿Diga?
—Hola, Federico. Soy Paco Pepe.
—¡Hombre, Paco Pepe! ¿Cómo te va por esas sacristías de Dios?
—Bueno, lo mismo que a ti por los juzgados del demonio, ya sabes, jeje.
—Bueno, bueno. Me pillas cenando. Se me acaba de ocurrir una cosa. ¿Por qué no te vienes a casa y te hago unas migas a la maña y hablamos? Estoy de Rodríguez y eso es lo único que sé hacer bien.
—Quita, quita, que estoy a régimen y lo único que quiero es que el cilicio que llevo me apriete más.
—Ah, Paco Pepe, tú siempre tan cumplidor con la práctica religiosa…
—Claro que sí. (Sentencioso) Ya lo dice el Señor: «Esforzaos por entrar por la puerta estrecha».
(Federico piensa: «Pues menudo problema vas a tener tú para entrar precisamente por la puerta estrecha», pero se lo calla. Paco Pepe es amigo, no alguna de las indocumentadas que ejercen como menestras del desgobierno socialcomunista).
—Bueno, entonces dime qué querías.
—Verás… Es que alguien me ha dejado caer que hace mucho que no se dice nada del Papacisco —en contra, por supuesto— y que sería bueno decir algo. Que cualquier cosa va bien.
—¿Y por qué no lo haces tú mismo? ¿No tienes un blog donde pegas caña al Papa y a todo su séquito?
—Sí, claro que podría hacerlo. Pero es que… quizá lo que necesito es que el ataque no provenga precisamente de «filas clericales», sino de alguien más… este… imparcial.
—Ajá, ya te entiendo. Como cuando el KGB quiso matar a Juan Pablo II y lo subcontrató a los búlgaros y éstos, a su vez, a un tarado de turco.
—Veo que captas la idea.
—Nada, no te preocupes. Yo me encargo. Ya sabes que el Papacisco me cae como una patada en el vientre.
—Aunque a mí me venga bien, no entiendo que te caiga mal. A mí, que soy católico, me puede caer mal y de hecho es así. Pero tú es que ni siquiera eres católico.
—Bueno… es que yo querría (enfático) ser católico, pero es que este Papa (se sulfura)… este Papa me lo impide. Porque yo creo que se puede ser católico y libegal, ¿sabes? Y este Papa no me deja.
—Claro, claro. Lo dice el Evangelio. «Non potestis Deo servire et mammonae».
—No me seas mamón y deja los latinajos. Tú y yo ya nos conocemos.
—Vale, ¿pero me harás el favor? Tú, como quien no quiere la cosa…
—Sí, tranquilo, sé cómo se hacen estas cosas…
—Bueno, pues quedamos en esto. Me pones a los pies de tu señora.
—Y tú haces lo propio con la tuya.
—Adiós.
—Adiós.

Al día siguiente, Federico llama a uno de sus colaboradores habituales. Ídem de lo anterior.

—¿Diga?
—Hola, Santi. Soy Federico.
—Ah, hola, Federico. ¿Qué quieres? Por cierto, ¿no estabas de vacaciones?
—Sí, bueno… Pero es que me han pedido un favor.
—Claro, hombre, lo que sea.
—Verás. Quiero que me escribas un artículo criticando al Papacisco, pero no desde el punto de vista religioso, que ni tú ni yo llevamos sotana y nos puede caer la del pulpo. Quisiera que lo enfocaras desde un punto de vista… bueno, doctrinal o filosófico o lo que sea… Seguro que tú ya sabes por dónde voy.
—Pero a ver: esto, ¿a cuenta de qué viene?
—Pues que me ha pedido un favor alguien que no quiere que se sepa de dónde ha venido el ataque…
—Claro, creo que ya te capto. Sólo hay un problema…
—¿Cuál?
—Que la firma que irá en el artículo será la mía. ¿Y si los palos me llueven a mí?
—No te preocupes. Escribes para mí, así que los palos me los llevaré yo y lo tuyo no será más que una anécdota. Ya sabes: yo te apoyo porque te dejo escribir en mi digital. Además, el Papacisco ni siquiera se defiende y los obispos de aquí, con alguna excepción, no le tragan y están vendidos al poder. Así que tranquilo. No va a pasar nada.
—Ah, bueno. O sea, que me apoyas en versión «silente», como hiciste con Rosana cuando lo de su «exabrupto antinegacionista», ¿no?
—Sí, eso es.
—Pues ya me quedo más tranquilo, oye.
—¿Estamos, entonces?
—Estamos. El artículo dalo por hecho.
—Estupendo. Ya lo leeré cuando lo publiques.
—Me pongo de inmediato a ello. Hasta luego.
—Hasta luego.

Hay que ver lo poco que cuesta que dos personas se unan para jostidiar a alguien que por sus palabras (o su ejemplo), les molesta.

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Autor: Aguador

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