Alejados definitivamente del korona (aunque todavía queda gente que va por la calle con la mascarilla calada hasta las cejas sin necesidad), hemos entrado en otra fase con un conjunto de acontecimientos de los que vamos a hablar en las próximas entradas. Ahora lo que manda en la actualidad ya no son las mal llamadas «vacunas», sino la guerra de Ucrania.
Ya dijimos en su momento que, como el bicho ya no daba miedo, había que hilvanar una estrategia que volviera a someter a la población al estrés y el miedo. Así, habiendo probado ya con la peste, le tocaba el turno a la guerra. ¿Y dónde? Bueno… Pesa sobre Europa la maldición de que, desde hace bastante tiempo, las guerras importantes se libren aquí, en suelo europeo. La última fue la de los Balcanes, allá por 1992. Y ahora se ha vuelto a reincidir sobre el particular.
Vaya por delante que desconozco los detalles militares concretos; como es bien sabido, «la primera víctima de la guerra es la verdad» y la de Ucrania no ha sido una excepción. Pero sí me interesa destacar unas cuantas cosillas que han sucedido al socaire de esa guerra.
Lo primero es que debe quedar clara una cosa: la guerra de Ucrania no ha nacido de la nada, sino que lleva ya un largo recorrido. Para entender una de las partes del asunto es importante tener en cuenta la división de la sociedad ucraniana en dos grupos claramente diferenciados: por un lado, la zona oeste, antirrusa, nacionalista, católica; por otro, la zona este, rusófona, prorrusa y ortodoxa.
Avancemos a partir de esta premisa. Creo que todos recordamos que en un lejano 2004 tuvo lugar en Ucrania la llamada «Revolución Naranja». Esta revolución fue provocada por el presunto amaño de unos comicios que enfrentaron a dos candidatos, uno prorruso (Yanukóvich) y el otro nacionalista ucraniano (Yúschenko), con el resultado amañado favorable al primero. Se repitieron las elecciones y en segunda votación ganó Yúschenko, que fue presidente de Ucrania hasta 2010. Yanukóvich le sucedió sin problemas, al decidir los observadores internacionales que las elecciones habían sido limpias.
Sin embargo, el mandato de Yanukóvich fue de todo menos pacífico (enlazando con un pasado turbio y que le describía como persona dura y acostumbrada a tratar con mafias), por lo que el Parlamento ucraniano le expulsó tras los disturbios que aquí se conocieron como Euromaidán (2014) y que introducen el segundo de los elementos de la ecuación: las intenciones de Yúschenko y de la parte nacionalista de integrarse en la Unión Europea.
Pero, ¡ay! Estas pretensiones de Ucrania de integrarse en la Unión Europea han puesto de manifiesto dos cosas:
a) la primera, que al zar Putin eso le ha sentado como una patada en los cojones. Ucrania ha sido siempre tierra rusa, con los zares y con el comunismo, Черт! Y eso nadie se lo va a discutir a Putin. Oiga, que incluso Tchaikovsky le dedicó una de sus sinfonías (la Segunda, subtitulada «Ucraniana»). Pero aquí el problema no es la «tradición», sino la legalidad internacional: en teoría, se supone que un país independiente puede decidir libremente dónde quiere estar y con quién. Y Ucrania logró su independencia de la URSS en 1991, tras la descomposición de ésta y el intento de golpe de Estado contra Gorbachov. Así que, teóricamente, tendría soberanía suficiente como para solicitar el ingreso en la UE. Pero en la práctica, eso ha enfadado muchísimo al oso ruso: no sólo por «la tradición», sino también por un motivo que suele estar presente en muchas guerras: los recursos. A pesar del holodomor y de las requisas de trigo de la época estalinista, Ucrania ha seguido siendo el granero de Rusia. Perderlo o tener que renegociar las importaciones es una molestia que Putin no quiere tener que soportar.
b) La segunda, que los «aliados europeos» han resultado no ser de fiar. Gráficamente podríamos decirlo así:
¾Oye, Unión Europea, ¿me dejáis entrar en vuestro club?
¾Claro que sí. Estamos encantados de recibiros.
Unos meses después:
¾Oye, Unión Europea, que los rusos me atacan por querer entrar en vuestro club.
¾Lo siento, Ucrania: te quedas sola. Nosotros somos pacifistas y no creemos en la resolución violenta de los conflictos. Todo lo más, lo que podemos hacer es acoger a vuestros refugiados.
c) Hay una tercera, que no es menos importante a la vista de los acontecimientos, y es de orden político. Al parecer Ucrania, desde que logró su independencia, empezó a calentar motores económicamente, lo cual tiene mucho que ver con un desarrollo democrático importante. Un sistema político democrático robusto es un buen fundamento del progreso económico, en la medida en que cada uno de sus miembros da libremente lo mejor de sí mismo a su país. Así, pues, Ucrania crecía económicamente y ese crecimiento le acercaba cada vez más a las puertas de la UE. Pero eso no sólo molestó a Putin, el gran oso ruso. Molestó a Putin, sí; pero antes que a él, molestó a Aleksandr Lukashenko, un tirañuelo de vía estrecha, títere de Putin y, a la sazón. presidente de Bielorrusia (Rusia Blanca). Lukashenko, viendo que el avance democrático en Ucrania podía jostidiarle su propio «invento», corrió a decírselo al batiuschka. «¡Mira lo que están haciendo en Ucrania, papi!». Putin pensó: «Y si el ejemplo ucraniano cunde, voy a acabar teniendo problemas en mi propia casa, ahora que todavía quiero fingir que estoy por la democracia». Y desde ese momento, Putin empezó a enredar en Ucrania, además de tener sus propios intereses en la cuestión.
Hablaremos en la siguiente entrada de lo que hay tras ese presunto «pacifismo» europeo…