Se nos fue anteayer Mijaíl Sergeievich Gorbachov, con 91 años y «después de una larga enfermedad». Entiendo que es uno de los personajes más prominentes del último cuarto del siglo XX; y por esa razón mucha gente ha tenido algo que decir sobre él ahora que se ha muerto. En esta entrada me limitaré a glosar algunos momentos importantes de su trayectoria pública.
Si no voy equivocado, la primera vez que oímos hablar de Gorbachov, es decir, fuera de los círculos políticos más o menos reservados de la política soviética, fue a cuenta de la catástrofe de Chernóbil, como se relata en la miniserie homónima y sobre la que ya escribimos aquí. Para muchos, ése fue el primer síntoma externo (es decir, que no se pudo ocultar al mundo) de descomposición del comunismo. Hoy los ecolojetas hablan mucho del «cambio climático»; pero cuando hacen un poco de historia se les olvida mencionar (entre otras cosas) los veinte años de lluvia ácida padecidos por toda Europa (su alcance llegó por lo menos a Berlín) y cuyo origen estuvo precisamente en esa catástrofe.
Seguimos oyendo hablar de él dos años después, en 1986, cuando accede a la Secretaría General del PCUS. Se hacen famosas dos palabras: perestroika (que podríamos traducir muy libremente como «reforma política» y glasnost («transparencia», de nuevo libremente), que se convertirán en los ejes de la política rusa del momento. Imagino que a los comunistas chic bien instalados en Occidente no les debió gustar nada el cambio: ¿para qué tocar algo que, según la opinión consagrada, «funcionaba bien»? Gorbachov tuvo que cumplir el penoso deber de decirles que no, que nada funcionaba bien y que había que desmantelarlo todo para empezar de nuevo. Y gracias a la perestroika y a la glasnost, en Occidente se conoció la miseria, la mentira y el horror que padecieron los países de la órbita comunista. Ya no quedaba lugar para la propaganda comunista del «paraíso de los trabajadores». Vean, si no, estos dos párrafos extraídos del libro Historia criminal del comunismo, del profesor Fernando Díaz Villanueva, en el capítulo dedicado a ese desastre llamado Magnitogorsk:
La ciudad quedó oficialmente terminada en 1931, pero sólo la parte industrial. A la residencial le faltaba aún mucho, pero no había dinero para terminar las casas, así que se hacinó a sus 100.000 habitantes en barracones que, muchas veces, estaban junto a las humeantes plantas donde se fundía el acero a 1.500 grados. Los niños correteaban de aquí para allá en un ambiente algo más que tóxico. Correteaban porque, con las prisas y las restricciones presupuestarias, no se habían terminado las escuelas. Sus padres tenían que soportar condiciones aún peores dentro de las fábricas, sin más derecho que trabajar de sol a sol y sometidos a brutales capataces que alargaban las jornadas para hacer méritos delante de sus jefes.
[…] Hoy Magnitogorsk, el infierno metálico de Stalin, sigue existiendo. Los extranjeros pueden visitarla desde la época de Gorbachov, aunque son pocos los que se dejan caer por un lugar tan deprimente en el que, a pesar de todo, viven aún 400.000 almas en pena. La montaña de hierro que dio nombre a la ciudad se agotó hace tiempo y hoy tiene que importarse el mineral. La ciudad presenta un aspecto decadente y es fea de solemnidad. A su alrededor ya no reina la estepa sino un desierto tóxico. El medio natural ha quedado devastado hasta tal punto que el Gobierno ruso lo declaró hace unos años como «zona de desastre ecológico».
Éste y otros desastres son el motivo por el que los comunistas occidentales de salón odiarán eternamente a Gorbachov: no tanto porque se produjesen (a los comunistas, tanto de un lado del Telón de Acero como del otro, les importaba muy poco el pueblo al que sojuzgaban), sino porque permitió que se conociesen más allá del Telón de Acero. Gorbachov les privó de «patria» (a la que sus mejores propagandistas nunca se fueron a vivir) y de «argumentario» acerca de las bondades del comunismo y su «eficiente funcionamiento como sistema político y económico», convirtiéndolos en una patulea de apátridas irredentos. Bien decía Paco Frutos, penúltimo secretario general del PCE, que «no tenía nada que celebrar» el 9 de noviembre. A estos apátridas irredentos sólo les queda berrear incansablemente «¡Mentira, mentira!», mientras los hechos se van conociendo e imponiendo sobre esos berreos.