Vaya por delante mi pésame a la familia y a los compañeros de partido de la señora Carrasco. El hecho es terrible en sí mismo, no sólo por todas las circunstancias que le rodean. Pero vamos por partes, que diría Jack el Destripador.
Una persona arrebata la vida a otra. Ése es el escueto enunciado del que podríamos partir. Es terrible que alguien se crea Dios y decida arrebatar la vida a otra persona, cualquiera que sea la motivación de fondo. Es un hecho sin justificación, se mire por donde se mire. Sin embargo, nos la estaríamos cogiendo con papel de fumar si no intentáramos echar una mirada más o menos objetiva a las circunstancias que han rodeado el hecho en concreto y a las reacciones que éste ha suscitado.
La primera muerte
Vayamos, pues, con la primera pregunta: ¿por qué? ¿Qué es lo que hace que alguien no vea otra salida que disparar un arma para solucionar un «problema»? Las circunstancias exteriores no ayudan: según las últimas informaciones, estamos hablando de dos personas cuyo puesto de trabajo en la Diputación de León era interino. Lo que significa que quien lo ocupa no lo hace de forma definitiva y que, cuando la plaza sale a concurso, el interino debe cesar en ese puesto. Por supuesto, puede presentarse a la oposición y puede ganar la plaza, pero cesa sin remisión. Sin embargo, aquí ocurrió otro hecho: las plazas no sólo no se sacaron a concurso, sino que la presidenta de la Diputación decidió amortizarlas, eliminando así toda posibilidad de optar a ellas.
Parece ser –por ahora– que esto fue el relato externo. Falta el relato interno, es decir: de cómo dos personas incuban un rencor tal durante un tiempo de tal manera que deciden que la única manera de acabar con su «problema» es acabar con la vida de esa persona cuya imagen tienen metida entre ceja y ceja y que, al modo cinematográfico, no las deja dormir. Las noches se pasan en blanco ideando venganzas y los días en turbio intentando encontrar «la calle desierta, la tarde ideal», hasta que al final consigue su objetivo. No es de extrañar que, con tanta cólera fría almacenada y podrida ahí dentro, la finalmente asesina rematara a su víctima ya tendida en el suelo.
Sin pretender ejercer de psicólogo de salón (para eso ya están los profesionales), estamos ante una mala gestión de la frustración. Una voluntad humana se ve frenada en la consecución de su objetivo por algo que está fuera de su control. Ese freno genera frustración en diversos grados. Otra mucha gente lo está pasando mal y, sin embargo, no reacciona eliminando de raíz ese obstáculo que frena su voluntad, a saber, las difíciles condiciones de trabajo en las que nos movemos. Unos se entregan a la desesperanza y al suicidio; otros son más proactivos e intentan sobrenadar, con diversa suerte; pero entre ellos ninguno se plantea «pegarle cuatro tiros a nadie» más allá de un desahogo de barra de bar.
¿Cómo se llega a esa decisión, que es el punto final de un camino lleno de odio frío, para nada un calentón? Las explicaciones han sido diversas: unos dicen que la política leonesa es bronca. No conozco la política leonesa y por tanto he de ser cauteloso al opinar. Pero a mí me parece que «bronca» lo es hoy en todas partes. Hay crispación, hay tensión. Y se crean las condiciones para que la violencia se cuele por la puerta de servicio en todos los terrenos. En segundo lugar, a mí me parece que la crispación y la tensión (recuerden: «nos interesa que haya tensión») no son para nada espontáneas. Llevamos años soportando a gente que fomenta ambas en aquellos cuatro terrenos en los que tradicionalmente cabe que salten chispas: política, fúrbo, sexo y religión.
La segunda muerte
En este clima de tensión y de crispación, la violencia no aparece como algo repugnante. Se llega a considerar una opción más. Hoy la gente saca lo peor de sí misma no en la calle, sino en Internet. Y aquí es donde llega la segunda muerte de Isabel Carrasco: el ahorcamiento en efigie del enemigo, en este caso virtual, y el ensuciado de la memoria, con sus variados tonos, que van desde la injuria, la burla, la comprensión, la equidistancia y, para que nada falte, el «algo habrá hecho» y lo de «sembrar vientos y recoger tempestades».
Se ha llegado a justificar su asesinato por el hecho de que al dirigir con mano de hierro la Diputación se había creado muchos enemigos. No ayudaba tampoco su carácter «difícil», al parecer. No era ninguna santa; pero sí una trabajadora incansable y que mantuvo su Diputación en unos elevados niveles de transparencia. También tenía algunos frentes abiertos; pero, como hemos dicho, no era ninguna santa. Una persona, con sus virtudes y defectos. Como todos.
La segunda muerte de Isabel Carrasco ocurre en las redes sociales: personas que no la conocen de nada y que, sin embargo, escupen su odio irracional como una lluvia de puñaladas. De hecho Twitter ha sido convertido en un lodazal: los predicadores laicos azuzan a sus huestes en las redes para que ataquen a tal o cual personaje perteneciente al «partido enemigo». El éxito del ataque está garantizado porque son muchas voces y de forma simultánea. No creo ni por un momento que esa lluvia de tweets sea espontánea. Todo lo contrario. Las consignas circulan y se determina el momento del ataque con precisión de relojería. Dada la señal, se lanzan todos a degüello contra el personaje, llámese Cristina Cifuentes, Hermann Tertsch o, en este caso Isabel Carrasco. «Son fachas», «son del PP», «son católicos». La izquierda quiere demostrar una cosa: que, como todos los totalitarios, «donde están ellos no hay sitio para nadie más».
Rastrear esa cotidianeidad de la violencia, o de por qué a algunos les conviene que haya tensión y la fomenten con una agresividad verbal fuera de toda mesura que degrada la comunicación pública hasta límites insospechados daría para otro artículo. Pero sí quisiera remarcar que gracias a esos energúmenos el Estado tiene ahora la excusa perfecta para limitar la libertad de expresión: por ahora dicen que sólo para esos casos extremos… pero es históricamente constatable que cada vez que el Estado ha ganado una parcela de poder, tiende a ampliarla. Ya conocen el argumento: nos quitan la libertad de expresión «por nuestro bien».
Para terminar, quiero recordar una advertencia que formulaba Stefan Zweig en su biografía de Fouché y que creo perfectamente aplicable a esta cuestión:
«No pecó por embriaguez de sangre la revolución francesa, sino por haberse embriagado con palabras sangrientas. Para entusiasmar al pueblo y para justificar el propio radicalismo, se cometió la torpeza de crear un lenguaje cruento; se dio en la manía de hablar constantemente de traidores y de patíbulos. Y después, cuando el pueblo, embriagado, borracho, poseído de estas palabras brutales y excitantes, pide efectivamente las «medidas enérgicas» anunciadas como necesarias, entonces falta a los caudillos el valor de resistir: tienen que guillotinar para no desmentir sus frases de constante alusión a la guillotina».