Israel
Menudo veranito que estamos teniendo, señores. Entre la confessió de L’Avi (qué gran título para una novela, entremés o sainete), lo del padre Pajares, que ha servido para que la izquierda reaccionaria de toda la vida pusiera el grito en el cielo (laico, claro) y esa guerra de nunca acabar que es lo de Palestina, vamos más que servidos. Después de mucho tiempo de pensarlo, he llegado a una conclusión: los israelíes son los menos interesados en que el conflicto continúe; pero tras su experiencia en la Shoah, han decidido devolver cada golpe que reciban. No les voy a culpar por ello. Y en cambio, sí voy a hablar de la parte de culpa que cae del lado palestino, en mi opinión.
Primero de todo, tengo muy claro que Hamás no representa al pueblo palestino. No puede representar a ese desventurado pueblo quien lo usa de escudo humano frente a los ataques del enemigo. No puede representarlo quien lo sojuzga bajo los dictados de una religión inicua (¿dónde están los pijoprogres que aquí berrean sobre la «separación entre Iglesia y Estado» y claman por un «Estado laico y moderno»?). Y, tal y como dijera Lenin, «no son parte de la solución, sino del problema». ¿Por qué? Porque Hamás no es más que un instrumento usado por otros a quienes les interesa que Israel tenga un grano en el culo. Por eso me gusta esa solución que ha planteado la exministra Tzipi Livni de eliminar a Hamás de las negociaciones, como grupo terrorista que es y hablar directamente con Abu Mazen, a quien ahora mismo se considera un títere de Hamás. Quizá allí haya un camino para la paz, si Abu Mazen se libra de la tutela de los terroristas.
EIIL
Y así como eran estruendosas las protestas por el «genocidio de Gaza», igualmente estruendoso es el silencio de esas mismas personas ante lo que está ocurriendo en el califato iraquí. Tanto como el de ciertos medios, a cuyos locutores se les hace la… este… lengua un lío para pronunciar el nombre de las víctimas. Las mismas feminazis que se esmeran en sacar sus domingas al aire o en agredir a representantes de la Iglesia callan vergonzosamente ante mandatos del califato como el de la ablación genital de todas las mujeres comprendidas entre los 11 y 46 años. Los que prácticamente hasta anteayer berreaban contra la repatriación del padre Pajares, los cristofóbicos, los gays laicos y otras hierbas, callan vergonzosamente ante la persecución y asesinato sistemático de cristianos (que es precisamente lo que distingue el genocidio de otras prácticas). Ni siquiera el Papa se ha dado mucha prisa en denunciar, que ya es decir.
¿Es ocioso recordar a toda esa troupe que la primera batalla contra el enemigo de la civilización occidental, la nuestra (mal que les pese a algunos masoquistas profesionales) se está dando en Israel? Y si cae Israel, fobias aparte, el Islam no se detendrá ahí. Avanzará, sin duda, hacia Occidente. Y los españoles les interesamos de forma especial: somos su paraíso perdido. Somos Al-Andalus. A partir de aquí, creer que porque están en el otro extremo del Mediterráneo no van a llegar aquí, metidos en esa Jihad bélica y de conquista, es una estupidez. A la que se une la estupidez de algunos eurócratas (o de todos ellos): creer que, como la primera vez, se les podrá detener en Poitiers. A esas dos primeras estupideces se une una tercera: creer, en el caso español, que si el Islam llega en son de guerra a nuestras fronteras, la OTAN y otras instituciones militares supranacionales nos van a defender. España podría ser, en el siglo XXI, la Checoslovaquia apuñalada en Munich en 1938 por Chamberlain y Daladier a mayor gloria de Hitler, pensando que así le iban a tranquilizar. Pero como dijo Churchill, «os dieron a escoger entre el deshonor y la guerra. Elegisteis el deshonor, ¡y además tendréis la guerra!»