¿Por qué mienten?


Por su interés y dados los últimos acontecimientos dignos de mención acaecidos en España en los últimos tiempos, insertamos este artículo que D. Julián Marías escribió para una Tercera de ABC el 16 de enero de 1997. 22 años ya: y si a D. Julián, caso de vivir, o su hijo Javier, se les ocurriera emprender la tarea de glosarlo adaptándolo a las circunstancias actuales, andarían de susto en muerte, dando saltos en un campo minado. Ya no se trata de que la mentira «sea un arma revolucionaria», como predicaba Lenin en los viejos buenos tiempos; es que la mentira se ha convertido hoy día en instrumento de poder: no utilizada sólo para llegar al poder, sino para permanecer en él.

Reconozco que tengo una aguda sensibilidad para la mentira. La verdad me importa hasta tal grado, que la mentira me deprime y entristece. Por desgracia, su frecuencia es inquietante, y en personas individuales o grupos ha adquirido un carácter que se podría llamar «profesional»: se puede contar con la mentira con la seguridad de que no falte.

La historia es objeto preferente de esa operación, lo que resulta fatigoso y encierra quizá los peligros más graves que nos amenazan. Todo lo que se haga para establecer –o restablecer– la verdad histórica me parece tan precioso como necesario. Pero, aunque existen, se cuentan con los dedos los que se entregan a fondo a tan urgente tarea.

La voluntad de mentir se concentra especialmente en la presentación del pasado cercano y del presente, sobre todo en sus dimensiones intelectuales, culturales en general. Casi todo el mundo considera necesario decir que España –o más– ha sido un desierto, y se ha acuñado la expresión «páramo cultural».

Hace veinte años escribí un largo artículo titulado «La vegetación del páramo» (recogido luego en mi libro «La devolución de España», 1977). En él consideraba la actividad cultural de España entre 1941, fecha en que se reanudó tras la Guerra Civil, y 1955, año en que murió Ortega. Era un recuento fragmentario, sin rebuscas ni propósito exhaustivo, de lo que se había hecho, en medio de grandes dificultades, en esos quince años. Resultaba una larguísima lista, impresionante, de «libros libres», fruto de vocaciones admirables; se veía la continuidad, no interrumpida, de los autores existentes antes del feroz corte de la guerra, y la aparición de promociones nuevas, de sorprendente fecundidad, y en la mayoría de los casos, capaces de innovación e independencia. La vegetación del páramo, concluía yo, es bastante frondosa.

Baroja decía con humor que los españoles discuten sobre cuestiones de hecho. Muchos hacen ahora algo mejor: ni siquiera discuten, sino que hacen caso omiso de los hechos. Al cabo de tantos años, casi nadie ha leído el artículo, ni siquiera el libro, agotado hace mucho tiempo. Y el hecho es que, con raras excepciones, cada vez que se habla de lo que ha sido la realidad cultural de España después de la Guerra Civil, se acumulan las mentiras más evidentes, más contrarias a la irrefragable realidad.

Lo más curioso es que a veces las cometen los que dieron frondosidad a la vegetación del páramo, los que con su propia obra desmienten lo que dicen. Hay gran número de autores que surgieron precisamente en aquel tiempo, que florecieron y alcanzaron fama, que contribuyeron a que, a pesar de tantos pesares, España fuese habitable, esperanzadora, interesante, en muy alta proporción creadora.

¿Por qué lo hacen? Tengo una irrefrenable propensión a intentar entender. Hay que distinguir de edades o generaciones. Los jóvenes –y en esta categoría, para estos efectos, son los que no han llegado a los cincuenta años– mienten, diríamos, en nombre de otros. Su motivo principal es la ignorancia: no saben nada, aceptan pasivamente lo que les han dicho y lo repiten como cosa propia.

Hay un curioso grupo, formado por los que empezaron a actuar hacia 1956 –fecha muy significativa–. Tuvieron, ya desde entonces, la voluntad de dar por nulo todo lo que se había hecho antes –es decir, todo lo que se enumeraba en el artículo de que hablo–, para dar la impresión de que con ellos, y sólo con ellos, se iniciaba una resistencia a las presiones oficiales y un intento de independencia.

Finalmente, los decididamente mayores, los que vivieron y escribieron en ese ya lejano período, se pliegan a las presiones dominantes, temen ser acusados de complacencia con ellas si afirman y valoran lo que muchos hicieron precisamente para no aceptarlas, pagando por ello el precio necesario. Algunos tuvieron en efecto esa complacencia para buscar una vida más fácil, lo que al fin y al cabo es humano; otros no. Todos contribuyeron a que no se rompiera la continuidad de una cultura que data ya de un siglo largo –y me refiero a la que es «actual», no a la dilatadísma que constituye el patrimonio milenario de todos los que hablan español a ambos lados del Atlántico–.

En España, desde hace veinte años, han sucedido muchas cosas, buenas y malas, con evidente predominio de las buenas. Sobre todo, el incremento de la libertad, cuyos retrocesos no han sido tan profundos que hayan impedido su posible recuperación. Lo que sigue faltando, y me preocupa extraordinariamente, es el triunfo de la veracidad. La verdad fue, como en todas las guerras, la primera víctima en 1936. Una crisis previa de la veracidad fue la causa últimamente decisiva de la discordia que llevó a la Guerra Civil: se buscan las causas de su origen, y rarísima vez se piensa en esta.

La verdad fue evitada, perseguida durante los decenios siguientes, por el partidismo, la obsesiva politización de los que mantenían su versión interesada de las cosas y los que aspiraban a sustituirla por otra opuesta pero igualmente tendenciosa y deformadora.

Esto es comprensible, pero ¿lo es la perduración de tales actitudes cuando se ha cancelado lo que de siniestro ha tenido una larga época, cuando se puede decir la verdad? Es gravísimo que no se haga, que no se quiera usar la libertad para lo que debe ser su finalidad primaria.

No se abrirá de verdad el horizonte de España mientras no haya una decisión de establecer el imperio de la veracidad, la exclusión de la mentira. Esto, claro es, en todos los órdenes; me estoy refiriendo particularmente a la vida intelectual, porque es lo que conozco mejor y porque es algo «notorio», controlable, que consta y en buena medida queda.

Creo que mentir descalifica al que lo hace, y debe tener la consecuencia inmediata de su desprestigio. Cuando alguien lo hace, los que lo saben deben tomar nota y obrar en consecuencia. Hay que tener en claro a quién estimar, en quién se puede confiar. No es infrecuente el caso de quienes, en cierto momento de su vida, han cedido a las tentaciones dominantes y han renunciado a decir la verdad; ese día han perdido su condición de intelectuales y se han convertido en «militantes» de lo que sea. La proporción es variable según las edades y las regiones españolas, pero el peligro es muy amplio.

Con diversos pretextos, hay gentes dedicadas a lo que llamo la «calumnia de España». Ningún pretexto me parece aceptable para ello; no sólo en nombre de España, sino, todavía antes, en nombre de la verdad.

Gotas que me vais dejando...

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