Digámoslo claramente: la cosa está que arde en Génova, 13. Con la dimisión de Esperanza Aguirre como presidenta del PP de Madrid se termina —creemos— un capítulo en la historia del PP. Es la mujer que pudo reinar del PP… y que en Valencia unas orchestral manoeuvres in the dark la apartaron sin contemplaciones, con la inestimable ayuda de Francisco Camps (desactivado para la política desde 2010), Rita Barberá (hoy imputada, aunque senadora y miembro de la Comisión Permanente del Senado: es decir, doblemente blindada) y Javier Arenas (escondido como oscuro diputado autonómico por Almería) para que Mariano fuera designado por aclamación, en loor de multitudes peperas y bajo palio aznarista nuevo presidente del partido de la gaviota.
Supongo que ahora se apuntarán muchos a hacer leña del árbol caído. Nuestra ¿política? es así de cainita: está más interesada en hacer caer al enemigo, antes adversario, que en procurar por aquellos a los que presuntamente representa. Todas las cosas miserables que se dijeron de ella en las ocasiones correspondientes, todo volverá a salir a la superficie. Gentuza a la que no le interesa el razonamiento e incapaz ella misma de razonar, propalará las especies por las redes sociales. Menudearán los chistes de a cuarto el kilo y, en fin, el tema dará para una semana.
Sin embargo, señores, habrá que reconocer que Aguirre era de lo más limpio que había en el PP, sin serlo tal vez del todo. ¿Qué es lo que ha podido pasar? Ante todo, Mariano y Esperanza no se llevaban nada bien. El gallego no soportaba la chulería madrileña de Aguirre («Estoy hasta la polla de esa señora», dicen que llegó a decir), que le impedía genéticamente hacerle el randevú. No soportaba el gallego que Aguirre mirara más por los madrileños que por el Partido o por el Jefe, como hace él. La cuestión es que hoy existen dos maneras de hundir a un político díscolo: o bien por el vicio de haber metido la mano en el cesto, o bien por el vicio de meter la mano en el cesto aquellos a quienes nombró ese político. Es decir, la famosa culpa in vigilando.
Ésta segunda es la interpretación más benevolente, pero aun así es demoledora. Quiere decirse que Esperanza no se enteraba de lo que hacían aquellos a quienes nombró, en particular Granados, el niño púnico. Parece ser que el señorito disfrutaba de la entera confianza de Aguirre. Y aquí está el otro pecado de Aguirre, de difícil remedio en política: creer que porque uno es honrao (si no a carta cabal, sí lo bastante como para exigir cuentas a los demás) lo son también todos los que a uno lo rodean. Aguirre debió vigilar los (malos) pasos de su segundo, sin duda ninguna. Y conociéndola como la conocemos, no le hubiera temblado la mano en rebanarle el pescuezo.
Pero es que aquí surge otro problema. Cabe la posibilidad de que alguien (empresario o militante del partido, o ambas a la vez) avisara a Aguirre de las pifias que estaba cometiendo su segundo con el amigote Marjaliza. Si la reacción de Aguirre fue ignorarlas porque estaba «convencida de la probidad de Granados», sin duda eso es mucho peor. Como les decía en otra entrada, la estructura de los partidos no da para más; pero caramba… no vigilar en absoluto ese detalle es procurarse tarde o temprano una salida deshonrosa.
Y es una pena, les digo. Una persona cuyo gobierno fue capaz de enfrentarse a Montoro en materia fiscal y decirle que no se iba a subir el ISD y que llevó a Madrid, con sus luces y sombras, al más alto nivel en el conjunto de las regiones españolas… y la van a recordar por la última pifia, en la que no tuvo intervención alguna (que por ahora se sepa).
Sin conocer demasiado a Esperanza Aguirre, tan sólo por la caja tonta y poco mas, siempre la tuve por una persona chula-honrada. Chula por algunas salidas de tono, que no gustan ni a propios ni a extraños, aunque sirven para azotar de lo lindo y donde sea a sus opositores – que bien estuvo aquel día que puso a parir a P. Iglesias en La Sexta Noche-. Honrada por que fue la que despató la Gurtel en la Comunidad de Madrid. No se imagina como afilaron lengua contra ella la familia del Albondiguilla. Doy fe.
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