Como lo prometido es deuda, comentaremos en una serie de entradas la entrada anterior, que recoge un artículo de Luisa C. Perosán.
Vaya por delante nuestro pésame a las familias de los fallecidos y nuestra comprensión, cariño y apoyo a los que, sobreviviendo, lo han perdido todo: casa, vehículo (en no pocos casos una herramienta de trabajo), negocio (anegados por las aguas)… en fin, un verdadero desastre en todos los órdenes. Los damnificados (ya no los muertos, cuyas cifras bailan debido al coste indemnizatorio) se cuentan por centenares. Y aunque dice Luisa que «la mierda hay que quitarla después», a mí me gustaría hacer una pequeña lista, como ejercicio.
Antes de seguir la línea de razonamiento de Luisa quisiera que diéramos un salto… hasta 1957. En estos momentos gobernaba Franco, un señor malo malísimo que, según contaba su leyenda (negra) particular, «firmaba sentencias de muerte tomando café». Dejando aparte el hecho de que eso es mentira (desmontada por Pío Moa en su Galería de charlatanes), Franco fue un señor que vio un problema en esas riadas y encontró —y aplicó— una solución: había que construir presas y pantanos, bien para canalizar el agua, bien para reservarla en los tiempos de sequía. Y eso fue lo que hizo. Los perroflautas se burlaron siempre de esas obras públicas; sin embargo, yo siempre he dicho que los que no se reían de esas ingentes obras públicas eran los agricultores, a los que hoy hay que añadir a los valencianos de a pie. Y esos perroflautas que se burlaban, conforme a la frase consagrada, hoy ni están ni se les espera.
Nota a pie de página: mejor ni hablemos de comparar el volumen de obras públicas del franquismo con el posterior a 1975. Como se decía en aquellos tiempos, «¡ay de aquel ministro que el 18 de julio no tuviera nada que inaugurar!». Desde 1975, por tanto, se vivió de rentas.
Demos otro salto al 20 de octubre de 1982, luctuosa fecha en que se rompe la presa de Tous. Ya estamos en democracia; pero al parecer, se cumple el dicho de que «hay dinero para lo que lo hay y no lo hay para lo que no lo hay». Había dinero para el Mundial (en el que acabamos de comparsas) y no lo había para evitar una catástrofe. Quizá no se pudo prever lo que pasó (que el Júcar creciera muy por encima del caudal que la presa podía contener y se liberara así un caudal cifrado en 16.000 m3 por la zona); pero sí era previsible que el Gobierno, al tener forzosamente que pagar, dilatara los procedimientos hasta que 15 años después (1997) tuvo que ser nada menos que el TS el que le obligase a aflojar la mosca. Al igual que en el caso de la colza, la tardanza de la justicia supuso que algunos beneficiarios no llegaran a ver las indemnizaciones debido a su fallecimiento.
Ahora, si me permiten, enlazamos con Luisa. Estamos aún en lo que podríamos llamar fase de prevención. Y ahí, en mi opinión, encontramos a la primera culpable: la Conferencia Hidrográfica del Júcar. Parece que la experiencia de 1982 les pillaba lejos. Mientras tanto y, como denuncia Luisa, mucho comité, mucha reunión y —suponemos— muchas comidas de trabajo (en las que, como denunciaba Fraga, «ni se come ni se trabaja»). Creyeron que la combinación de acontecimientos inesperados que provocó la catástrofe de Tous (pérdida de corriente eléctrica debido a la intensa lluvia y fallo del grupo electrógeno de emergencia por inundación de la sala, que impidió a su vez abrir las compuertas) no se iba a repetir. Su principal preocupación era la remodelación de sus sedes. Del mantenimiento de las presas y/o limpieza de los cauces de la cuenca hidrográfica ya, si eso, hablamos otro día, porque además andamos escasos de dinero.
Sin embargo, se produjo otra serie de acontecimientos inesperados que dio al traste con esa previsión: fallan todos los sistemas de alarma. Los avisos llegan condenadamente tarde. Y, como dice Luisa, a las 18.48 del 29 de octubre, la CHJ manda un e-mail para minimizar daños (que se resumen en salvar la cara y limitar su responsabilidad); pero a esas horas, L’Horta Sud está ya con el agua al cuello.
Como responsable indirecta o en segundo término tenemos, pues, a Teresa Ribera, la Demolition Woman, que ha demostrado sobradamente que, más que administrar, lo que se le da bien es bailar. La (hoy) exministra Ribera se lanzó a una furibunda campaña de demolición de presas y pantanos con la excusa de que «los ríos deben fluir libremente y sin obstáculos» (con el atractivo añadido de que así «destruían la obra del dictador»). Seguramente eso se lo susurró un asesor ecolojeta al oído. Y otro asesor ecolojeta de ésos le susurraría también que «no se puede limpiar el lecho de los ríos», como si estuviéramos en un paraíso adánico que no se puede tocar, ni siquiera para proteger a los seres humanos que viven en él. Sea como fuere, Valencia quedó desprotegida frente a una posible catástrofe natural (pestosa humanidad, que todo lo destroza)… como la que ha ocurrido estos días. La señora Ribera siempre podrá decir que «se fue antes de que ocurriera lo que ocurrió» (con las europeas). Ahora quiere ser Comisaria europea… pero su candidatura presenta el lastre de tres querellas por inacción ante la gota fría. Veremos qué pasa.
A partir de aquí entramos en el nivel político de la cuestión. Para no hacer largo el cuento, lo tratamos en la entrada siguiente.








Pero esta disminución en la juventud blanca refleja menores tasas de natalidad blanca. Pero lo más importante a largo plazo, refleja un envejecimiento de la población blanca es que menos mujeres se han reproducido en sus años fértiles.