Todo seguirá igual

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Una parte probablemente mayoritaria del pueblo español está ilusionada con un cambio de Gobierno. Y todo parece indicar que el nuevo inquilino de la Moncloa va a ser un Alberto Núñez Feijóo que no se cansa de repetir que llega «para acabar con el sanchismo», esa extraña entidad que se empeña en distinguir del PSOE.

El deseo de cambio se respira en el aire. Sin embargo, quizá cupiese preguntarse hasta dónde llegará ese cambio. Periodistas y opinadores de buena fe postulan todos los días la necesidad de un acuerdo entre el PP y Vox. Pero, salvo que los números electorales lo exijan, se van a encontrar —y con ellos, millones de votantes— con que todo su esfuerzo se va a aprovechar para lo contrario. Y ni siquiera se necesita un gobierno de coalición PP-PSOE para continuar en la dirección marcada por la izquierda. El PP es muy capaz de hacerlo solo. Al fin y al cabo, las diferencias ideológicas entre ambos partidos son minúsculas.

Por ejemplo: salvo algún detalle muy secundario, el PP comparte la visión económica del PSOE en los ámbitos de la empresa, los autónomos, los sindicatos, la fiscalidad, las subvenciones, la deuda pública, el dogma climático, los recursos energéticos, etc. En resumen, su Gobierno será, como siempre ha sido en el último medio siglo, un nuevo capítulo de la eterna e intocable socialdemocracia española.

Pero las concordancias van mucho más allá de los asuntos económicos. Hace pocos meses Feijóo celebró que el Tribunal Constitucional desestimara el recurso presentado por su partido contra la ley de plazos zapateriana que eliminó las pocas trabas que quedaban para consagrar el asesinato de los niños como un derecho de sus madres. Aparentemente se levantó cierta polvareda en el seno del PP, al menos entre algunos despistados que seguían defendiendo la postura anterior de su partido, aunque parece que todos lo han olvidado ya. Frágiles son la memoria y los principios de los hombres, sobre todo cuando les conviene.

Escuchando las palabras del propio Feijóo, votante y admirador de Felipe González, se comprueba la continuidad que implicará su victoria electoral: «Consultaré a Felipe González de forma intensa si soy presidente del Gobierno». Ya saben, ese estadista que sembró la España «a la que no la va a reconocer ni la madre que la parió» de la que disfrutamos hoy gracias a sus continuadores Zapatero y Sánchez. Y, nunca se olvide, con la inestimable colaboración de los inmóviles Aznar y Rajoy.

«Vox no es un buen socio. Me siento más cercano a Page. Si necesito veinte escaños voy a hablar con el PSOE. (…). Vox provocaría unas tensiones innecesarias. Sus ideólogos me producen mucha intranquilidad», ha declarado Feijóo hace unos días. Debe de ser que Feijóo es un socio mucho más fiable al declarar, después de que su partido haya alcanzado varios acuerdos regionales y municipales con Vox, que «a los que han votado a Podemos y no quieren que Vox tenga capacidad de decisión les pido su confianza». Así pues, a los comunistas-podemitas Feijóo los considera aliados suyos contra Vox. Y el miércoles 19 de julio, a cuatro días de la jornada electoral, lo ha dejado claro de nuevo en una entrevista concedida a La Vanguardia: «Tengo la esperanza de que el PSOE evitará que pactemos con Vox». Y un día después insistió: «No tengo interés en ponerme de acuerdo con Vox».

Por si hiciera falta confirmación por parte de su partido, en su ayuda ha llegado Soraya Sáenz de Santamaría, echada a la calle por el PSOE cual criada respondona junto a Rajoy y su bolso, reaparecida de entre los muertos para pedir grandes acuerdos entre el PSOE y el PP.

La estrategia está muy clara: primero se pone el cebo en las bocas de los votantes indecisos entre el PP y Vox mediante algunos acuerdos municipales y regionales; y después, una vez recibidos sus votos en las elecciones generales, pactan con el PSOE una legislatura continuista en todo menos en el presidente y los ministros, desprestigiados por demasiados motivos. Mero maquillaje. Como escribió el citado hasta la náusea Tomassi di Lampedusa, que todo cambie para que todo siga igual. El todo es el partido bifronte PP-PSOE al que ahora le toca aparentar cambio de rostro para no cambiar nada.

Por eso a los pecadores que osan cuestionar lo incuestionable, a los herejes que se lanzan a discutir lo indiscutible, a los revolucionarios que pretenden cambiar lo incambiable, las huestes políticas, mediáticas y culturales del partido bifronte se les lanzan al cuello sin piedad. Se les insulta, se les desprecia, se les acosa, se les golpea, se les amenaza, se les injuria, se les calumnia, se les acalla, se les censura, se les lincha… Y todo ello, por supuesto, en nombre de la tolerancia, la democracia y la Constitución, ésa cuyo artículo 1 proclama que el pluralismo político es valor superior del ordenamiento jurídico y cuyo artículo 14 establece como derecho fundamental la igualdad de todos los españoles sin discriminación posible por razón de sus opiniones.

No se deje usted engañar, bienintencionado lector, por mitologías tan pueriles como absurdas: esos pecadores, esos herejes, esos revolucionarios contra los que toda infamia es válida, no son esos comunistas caviar que presumen de antisistema mientras cuentan con la amistad y el apoyo de todos los foros de riquísimos del mundo en su labor común para instaurar la tiranía mundial cibervigilada.

No. Para identificar a esos pecadores, a esos herejes, a esos revolucionarios que, aunque usted siga sin darse cuenta, se empeñan en nadar contra la corriente por la libertad de todos, hay que mirar hacia el lado contrario.

No puedo estar más de acuerdo con D. Jesús. Feijoy no se va a desviar ni un milímetro del trazado que le han marcado las élites de Bruselas y de más arriba. En particular, a mí me lo confirma el hecho de que aparezca en escena SSS, la «chica de los recados del Bilderberg», quizá más peligrosa que antes por cuanto aparece «dispuesta a ayudar». Como católico que intento ser, a mí ningún partido me representa al cien por cien en esta farsa que algunos todavía llaman «democracia». Por tanto, en conciencia no tendría que votar a ninguno. Y rezo para que algún día vuelva el sentido común… aunque sea tras una catástrofe provocada por la codicia y el poder de unos pocos, el servilismo y el abandono de funciones de otros cuantos más y la indiferencia e impotencia del resto.

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8M: Nada que celebrar

Por su interés colgamos este artículo, que explica bien qué es el feminismo para la Ministra de Igual-dá y otras hierbas… Original aquí.

Resulta incomprensible que desde determinados sectores no precisamente afines a la izquierda se siga blanqueando a un movimiento tan nocivo y tóxico

FRANCISCO CUARESMA

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 8 marzo, 2023

Otro 8 de marzo y una vez más las mareas moradas han salido a las calles de España. Aunque cada vez con menos asistencia, las promotoras de dicho movimiento vuelven a distribuir entre la masa aborregada una serie de consignas para que las repitan como loros. Así, desde hace varios días no paramos de escuchar eslóganes vacíos como «queda mucho por hacer» o «igualdad real ya».

Otro 8M más, sigue sin saberse demasiado bien qué reivindican quienes salen a la calle a gritar borrachas de odio y cólera. Realmente, si tienen algo que celebrar, es el hecho de que España es uno de los mejores países para nacer mujer. Las mujeres españolas no nacen víctimas, pues son totalmente libres —como no podía ser de otra forma— para estudiar, trabajar o realizar la función que les sea de su agrado.

Pero más allá de reseñar lo que es obvio, cabe destacar que probablemente nos encontramos ante uno de movimientos más perniciosos que ha padecido la sociedad española en los últimos años; pues, además de sustentarse en premisas falsas, ha intentado generar una tóxica guerra de sexos que ha resultado corrosiva en muchas capas sociales. El feminismo de nuevo cuño es puro marxismo cultural. Desde hace ya varios años, en todos los manifiestos emitidos con motivo del Día de la Mujer, se ha aprovechado para hacer alegatos contra el libre mercado, el modelo capitalista, la familia e incluso para solicitar la apertura total de fronteras. Es una de las muchas nuevas banderas que los marxistas tienen que enarbolar ante la constatación del fracaso de su modelo económico. Con el anzuelo de una causa aparentemente justa, intentan atraer a personas que probablemente no se involucrarían en una causa que estuviese envuelta en la bandera roja de la hoz y el martillo.

Por tanto, dicho movimiento se sustenta en un rosario de falsedades destinado a crear un bloque uniforme y granítico que sea fácil de manejar. Al contrario de lo que sostienen las organizaciones convocantes, en los países occidentales, y concretamente en España, la igualdad de derechos entre hombres y mujeres es firme desde hace lustros. En nuestro país dicho principio está consolidado desde 1978, pues así lo recoge nuestra Carta Magna en su artículo 14. De hecho, todavía no he conseguido encontrar a una feminista que me diga un solo derecho que tenga un hombre y no una mujer por el hecho de su sexo.

Desde la cacareada brecha salarial hasta la supuesta existencia de un sistema opresor, los promotores de dicho movimiento han construido un relato victimista según el cual en España las mujeres viven prácticamente como en Somalia. Dicha propaganda tiene como objetivo, además de inocular el virus del marxismo como he mencionado antes, la invención de una causa que justifique la existencia del ministerio de Igualdad, que no es otra cosa que una tubería extractora de recursos públicos. Es decir, un negocio.

No deja de ser paradójico que la solución que ofrece a la supuesta opresión sea altamente humillante para las mujeres. Si uno analiza las propuestas, comprobará que quieren convertir a España en un país en el que los hombres alcanzaran puestos de responsabilidad por méritos y capacidades, mientras que las mujeres únicamente tendrán que demostrar si tienen o no genitales femeninos. Este pensamiento convierte inexorablemente a las mujeres en el sexo débil, necesitado de protección y debiendo ser tutelado por el Estado. Honestamente, no creo que ninguna mujer con un mínimo de amor propio pueda aceptar tal política, más allá de los parásitos de lo público.

Dicho movimiento es, por otra parte, manipulador. Con la connivencia de los principales medios de comunicación, han expuesto machaconamente una serie de estadísticas que vienen a reflejar que la igualdad entre sexos en España no es real. La más famosa de ella, la tan cacareada brecha salarial. Parece mentira que a estas alturas haya que decir algo tan obvio: los hombres no pueden cobrar más que las mujeres por realizar exactamente el mismo trabajo. Básicamente porque es ilegal. Y en caso de ocurrir, la mujer afectada puede acudir a los tribunales con la plena seguridad de que saldrá triunfadora.

Sin embargo, jamás he visto en medios de comunicación exponer las estadísticas que rompen el relato pueril promovido por Montero y su séquito. Por ejemplo, nunca mencionan que la inmensa mayoría de las personas que mueren en accidentes laborales son hombres. De las 705 muertes en accidentes de trabajo que se produjeron en 2021, 648 fueron hombres, mientras que el número de mujeres perecidas en siniestros laborales fue de 57. Son los gélidos datos de siniestralidad laboral del Ministerio de Trabajo y Economía Social. Tampoco los datos de suicidios casan demasiado bien con el discurso de Irene Montero: en 2021, de un total de 4.003 personas que murieron por suicidio, 2.982 fueron hombres, mientras que el número de mujeres fue de 1.021. ¿Qué debemos hacer los hombres ante estos datos desgarradores? ¿Salir a la calle al grito de «nos están matando»? ¿Promover una guerra de sexos? ¿Solicitar beneficios? Utilizar esos datos para sacar algún tipo de rédito sería ruin y mezquino.

Por si todo lo anterior no fuese suficiente, nos encontramos ante un movimiento profundamente hipócrita y amoral. Lo pudimos comprobar con el trágico asesinato de la niña Olivia a manos de su madre. Durante varios días, las que hoy encabezan manifestaciones enmudecieron ante tal atroz suceso, pasando la niña a ser un vago recuerdo en poco tiempo. Aquel episodio demostró el alma tan negra que tienen las principales cabecillas de la causa morada, siendo capaces de orillar un suceso de tales características sólo porque no les cuadraba en su relato de trinchera. También el asesinato de Olivia podía suponer que algunos miembros de la masa aborregada se planteasen ciertas cosas, poniendo en riesgo el negocio. Por ahí no se podía pasar, claro.

En los últimos meses, Irene Montero ha vuelto a poner al descubierto las vergüenzas del movimiento. Si en 2018 estuvieron a punto de linchar a uno de los jueces del famoso caso de la Manada, ahora se ha impuesto un férreo silencio ante los 800 agresores sexuales que se han visto beneficiados con la aprobación de la ley del «sólo sí es sí», logrando la libertad muchos de ellos.

A estas alturas el movimiento feminista ha quedado totalmente desacreditado por méritos propios. Por eso resulta incomprensible que desde determinados sectores no precisamente afines a la izquierda se siga blanqueando a un movimiento tan nocivo y tóxico, contribuyendo con dicha ayuda a confundir a mujeres bienintencionadas que de verdad creen que se oprime a las mujeres.

Hacia el fin del pensamiento propio


Por su interés, compartimos este artículo de Javier Torres en Gaceta.es.

Cuando al que manda sólo le queda la censura para defenderse del enemigo es que su derrota es cuestión de tiempo. Es una forma optimista de verlo, aunque la realidad es que nadie entrega el poder por las buenas y son pocos casos en la historia (España, 1975) en los que así ha sucedido. El horizonte más próximo, en cualquier caso, parece que traerá un recrudecimiento de la situación.

Hay quien lo vio venir hace décadas. En 1970 el doctor en Ciencias Políticas por la universidad de Harvard, Zbigniew Brzezinski, y posterior consejero de Seguridad Nacional del Gobierno de Carter, predijo la deriva asfixiante que entonces comenzaba a imponerse en Occidente. «En las próximas décadas va a resultar prácticamente imposible la existencia de un pensamiento propio«. Brzezinski creía -el tiempo le ha dado la razón- que esa sociedad sería controlada por una élite ajena a los valores tradicionales.

La multiplicación de los medios y la irrupción de las redes sociales no se han traducido en más libertad de expresión

Medio siglo después, su obra «Between Two Ages: America’s Role in the Technetronic Era» resulta premonitoria, pues hoy vemos que ese proyecto de ingeniería social global se impone gracias al uso de la tecnología. Por ello, erraban quienes pensaban que la tecnología aumentaría la pluralidad. Y sería así si los canales fueran neutrales, pero no es el caso.

En la práctica, la multiplicación de los medios y la irrupción de las redes sociales no se han traducido en más libertad de expresión. Los grandes medios y las ‘big tech‘ están en pocas manos (oligopolio) de magnates (Zuckerberg, Bill Gates, Bezos…) que no planean abrir el abanico. Es verdad que todo el mundo puede participar en las redes sociales, sí, pero no todos los mensajes valen igual. Sigue habiendo unos discursos predominantes sobre otros, aunque éstos últimos sean defendidos por más usuarios. No es cuestión de cantidad, sino de quién decide qué se puede decir.

A este principio es al que las élites se aferran ahora para acabar con el sufragio universal, o sea, el derecho al voto de todos los ciudadanos. Una de las reglas masivamente aceptadas en el mundo occidental no está garantizada a medio plazo. Esto valía cuando el poder ganaba siempre o casi siempre, pero las tres derrotas de 2016 tambalearon al establishment que reacciona cuestionando las reglas del juego.

A la espera de que el futuro nos depare más sorpresas, de momento, 2016 es el annus horribilis del globalismo. Tres acontecimientos sin aparente nexo entre sí cambiaron la relación del poder con las redes sociales y la democracia: la victoria de Trump, el Brexit y el rechazo a los acuerdos de paz del Gobierno colombiano de Juan Manuel Santos con las FARC. Una grieta en la línea de flotación del globalismo (curiosamente, como los entusiastas de la ideología de género, niegan que exista tal término) que aún escuece.

Un gigantesco rodillo ideológico está pasando por encima de quienes disienten en las redes sociales, los medios o cualquier foro público. Se aprueban leyes contra el pensamiento (…) y también se plantea la ilegalización de partidos alejados de los dogmas imperantes

¿Cómo es posible perder tres batallas tan importantes si el grueso de medios de comunicación, los dueños de las redes sociales, la educación, la cultura, Hollywood y multinacionales reman en la misma dirección? David venció a Goliat y no puede repetirse.

El establishment se parapeta de muchas formas y una de ellas es el «discurso de odio», coartada con la que elimina cualquier atisbo de disidencia

Para ello, un gigantesco rodillo ideológico está pasando por encima de quienes disienten en las redes sociales, los medios o cualquier foro público. Se aprueban leyes contra el pensamiento (en España, la de memoria democrática) que sancionan con severas multas económicas y el cierre de asociaciones y medios a quienes cuestionen el discurso oficial. También se plantea la ilegalización de partidos alejados de los dogmas imperantes para que su discurso vuelva a estar extramuros del sistema, es decir, fuera de lo admisible.

El establishment se parapeta de muchas formas y una de ellas es el «discurso de odio», coartada con la que elimina cualquier atisbo de disidencia. Es tan descarada esta herramienta de censura moderna que ni siquiera uno de los que lo aplican con entusiasmo, Mark Zuckerberg, sabe definir el término. Al dueño de Facebook se lo preguntó el senador republicano Ben Sasse durante su comparecencia ante la cámara en 2018, pero no respondió con claridad.

Estas grandes empresas tecnológicas son uno de los escudos del poder y han censurado hasta al mismísimo presidente del país más poderoso del mundo. Twitter, Facebook y YouTube eliminaron mensajes y vídeos de Donald Trump en momentos decisivos. Uno de ellos se produjo durante el escrutinio de las elecciones presidenciales del 3 de noviembre de 2020. El candidato republicano denunció irregularidades en el recuento de votos en el estado de Pensilvania: «Están tratando de robar las elecciones, nunca les permitiremos que lo hagan. Los votos no se pueden emitir después de que las urnas están cerradas». El tuit apenas duró unos segundos. El CEO y cofundador de Twitter, Jack Dorsey, reaccionó suprimiendo el contenido e impidiendo compartir la publicación. El mensaje que aparecía en lugar del original decía así: «Alguna parte o todo el contenido compartido en este tuit ha sido objetado y puede ser engañoso sobre cómo participar en una elección u otro proceso cívico».

Aquilino Duque sostenía en «La era argentina» que la democracia puede amordazar a sus desafectos incluso con mayor crudeza que otros regímenes

Este aplastamiento de la libertad de expresión tiene una especie de bula si se practica en las redes sociales. Pero, ¿cómo es posible que un régimen democrático aplique la censura de un modo tan implacable? Aquilino Duque sostenía en «La era argentina» que la democracia puede amordazar a sus desafectos incluso con mayor crudeza que otros regímenes, pues la coartada de la superioridad moral (discurso de odio) justifica la represión de la libertad.

Hoy vemos que esta deriva podría desembocar en una nueva dictadura en la que una minoría (élites) aplasta a la mayoría (pueblo) sin importar lo que éstos opinen, pues las reglas del juego han cambiado.

Capitalismo cultural

Por su interés, colgamos este editorial de D. Javier Torres en La Gaceta de la Iberosfera. Editorial que intenta arrojar luz sobre estos tiempos en que la dictadura comunista china ha adoptado en parte el capitalismo y los antaño capitalistas se han acercado más que nunca al socialcomunismo, al grito de:

«¡Hoy la universidad es nuestra!
¡Mañana el mundo entero lo será!».

Aunque no es nuevo. Ya lo predijo Orwell en el final de su Rebelión en la granja.

La familia, un obstáculo para el modelo de las multinacionales: Amazon o Apple pagarán abortos a sus empleadas

Logo de Apple. Europa Press

Multinacionales como Amazon, Apple, Disney, Facebook, Microsoft o Starbucks han ofrecido a sus empleadas pagarles un aborto en caso de que el estado en que vivan lo prohíba. Así están las cosas después de que el Tribunal Supremo de EEUU revocase la histórica sentencia Roe vs. Wade de 1973 y el aborto haya dejado de ser un derecho. Ahora será cada estado quien decida mantenerlo o prohibirlo.

La rapidísima reacción de distintos colosos del capitalismo entrando en la batalla ideológica demuestra dos cosas. La primera es que llamar «marxismo cultural» a que los gigantes de Wall Street promuevan el aborto o la ideología de género no es que sea inexacto, sino una malintencionada forma de generar confusión y embarrar el debate. Cuando el diagnóstico es erróneo es imposible encontrar el remedio adecuado.

De este modo ·marxismo cultural» se ha convertido en el cajón de sastre donde agrupar toda la mercancía averiada exportada desde los campus de las universidades estadounidenses: ideología de género, aborto, LGTBI, medioambientalismo, feminismo, control de la población, inmigración masiva… Todas las grandes transformaciones sociales e ideológicas de las últimas décadas serían impulsadas por una especie de mutación del marxismo.

El movimiento provida ha demostrado que los gigantes se pueden derribar, que las inercias no son para siempre y que no hay causa perdida

Sin embargo, esta tesis es insostenible. A estas alturas de siglo meter a Karl Marx en la ecuación es sencillamente una estafa intelectual más grande que llamar «memoria» a la ley que reescribe la historia al dictado de ETA. A menos que Marx se haya reencarnado en Jeff Bezos, Mark Zuckerberg o Bill Gates, o El Capital sea de repente la política de empresa que aceptan los usuarios de Facebook, nada nos mueve a pensar que el marxismo esté detrás de todos estos cambios.

La segunda conclusión que suscita la histérica respuesta de las élites es que el movimiento provida ha demostrado que los gigantes se pueden derribar, que las inercias no son para siempre y que no hay causa perdida. Décadas de batalla cultural han propiciado una gran victoria -no la definitiva- frente a la subvencionadísima cultura de la muerte y han cuestionado una de esas «conquistas» que el progresismo creía inalterable, «un debate superado» en palabras de los progres a este lado del charco. A la formidable maquinaria propagandística -Hollywood, Wall Street y Casa Blanca- sólo le queda la censura y cuando al poder sólo le queda la represión su derrota es cuestión de tiempo.

Quien ya ha sufrido en sus carnes el acoso y señalamiento es el juez del Supremo, Brett Kavanaugh, increpado por partidarios del aborto en un restaurante hace unos días. EEUU exportó el aborto a todo Occidente y ahora importa el escrache, tradición más hispana (Argentina), que defiende y justifica la secretaria de prensa de la Casa Blanca, Karine Jean-Pierre, una joven racializada que bien podría ser portavoz de Black Lives Matter: «Esto es democracia».

En España también se han justificado los escraches y aún queda tiempo para que las cosas mejoren, pues estamos muy lejos de ver a todo un presidente del Gobierno acudir a una marcha provida, como hizo Trump en la explanada del Mall de Washington en 2020, y proclamar sin complejos que «los niños no nacidos nunca han tenido un defensor mayor en la Casa Blanca». Naturalmente las élites económicas, culturales y mediáticas se echaron encima.

La familia es un obstáculo para el modelo de las multinacionales. Tener hijos exige sueldos más altos y tiempo que dedicar en casa

La cuestión esencial, volviendo al fondo del asunto, es por qué las grandes multinacionales prefieren financiar un aborto a sus empleadas en lugar de animarles a tener hijos. Claro, es más barato pagar un aborto que una baja por maternidad: la trabajadora estará casi medio año de baja y cuando se reincorpore ya no será la misma, necesitará tiempo para llevar al niño al médico, colegios, etc.

De ahí que el ideal de estas grandes empresas sean sociedades de individuos atomizados, pues la familia -tener hijos- es un obstáculo para el modelo de las multinacionales. Tener hijos exige sueldos más altos y tiempo que dedicar en casa. Por otro lado, el que no tenga cargas familiares (así lo llaman ahora) siempre podrá entregarse en cuerpo y alma a la empresa (verdaderos matrimonios modernos) que, en generosa contraprestación, rara vez devuelve el sacrificio de su trabajador pagando las horas extras.

Pero además del ahorro económico estos gigantes tienen su propia agenda. No sólo es cuestión de dinero. Es mucho más que eso. Estas empresas no son neutrales en la promoción de según qué ideas. Ahí está la página de inicio de Google, que muta a diario para conmemorar diversas efemérides políticas o días internacionales sin importar que tomar posición le haga perder dinero. Se equivoca, por tanto, quien piense que todo lo explica una tabla de Excel. ¿Acaso Starbucks vende más cafés cuando sus tiendas y empleados se tiñen con la bandera arcoíris del orgullo gay?

Es frecuente que estas compañías apadrinen causas como el cambio climático, el feminismo, el multiculturalismo o el antirracismo. Durante la campaña «Black Lives Matter» promovida en EEUU por el homicidio de George Floyd a manos de un policía en mayo de 2020, Google y Apple desarrollaron ajustes para apoyar al movimiento. Así, el asistente de voz de Google introdujo una respuesta para la frase «todas las vidas importan» utilizada, en teoría, por personas que niegan el racismo. Google respondía: «Las vidas negras importan. Las personas negras merecen las mismas libertades que todos los habitantes de este país, y reconocer la injusticia que enfrentan es el paso para superarlo».

La realidad es que el verdaderamente desprotegido en la ecuación es el niño, cuyos derechos son literalmente triturados

Llegados a este punto conviene detenerse en el papel de la izquierda en las democracias liberales a ambos lados del charco. ¿Son los partidos de izquierda un obstáculo para el avance de las ideas promocionadas por el gran capital? Nadie que tenga un mínimo de honestidad intelectual podría responder que sí, a menos que en su cabeza sigan rigiendo los códigos bipolares del Muro de Berlín. Pero el mundo ha cambiado desde 1989 y el capitalismo (progresismo) está muriendo de éxito.

Esta confusión generalizada es la que permite que la izquierda (históricamente con el débil frente al poderoso) defienda el aborto con el argumento de que se trata de los derechos de la mujer. La realidad, sin embargo, es que el verdaderamente desprotegido en la ecuación es el niño, cuyos derechos son literalmente triturados.

Hace tiempo que la izquierda en todas sus tonalidades (socialdemócrata, comunista, bolivariana…) es el felpudo del gran capital, pues no hay causa que salga de la ONU, Wall Street, Bruselas o Hollywood que no apadrine con entusiasmo. Aborto, ideología de género, fanatismo climático, multiculturalismo e inmigración ilegal masiva son banderas que defienden desde los partidos liberales o liberal-conservadores hasta la extrema izquierda. Hay un consenso capitalista que impostores de todo pelaje disfrazan con las siglas más variadas peleándose en cuestiones menores para disimular que están de acuerdo en las mayores.

Claro que habrá quien refute todo ello y siga llamando «marxismo cultural» (quizá por mala conciencia) a esta agenda globalista que disuelve los vínculos que caracterizan a las sociedades fuertes.

Frente a los impostores, llamémoslo capitalismo cultural. Ahí están casi todos de acuerdo.

 

Adiós korona, hola guerra (I)

Bueno, pues ya estamos aquí otra vez. Y esta vez es para señalar el asombroso cambio que se ha producido apenas en diez días. Resulta que, sin solución de continuidad, los medios han pasado de hablar de «los contaaaaaaaagios y los irresponsaaaaaaaaaables que no han querido vacunarse» y de las exigencias a berrido limpio de «poner controles de korona en el aeropuerto de Barajas» a hablar de la guerra de Ucrania.

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Por qué es tan difícil escribir sobre este Gobierno

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Para quienes tenemos claro que este Gobierno miente casi siempre y no tiene más intención que construirse una democracia adjetivada a su medida, es muy difícil escribir sobre sus atropellos. Sobre todo porque lo que algunos empiezan a decir ahora nosotros lo escribimos desde hace años. La izquierda que nos ha tocado, al menos desde que Zapatero llegó aquel marzo fatídico a la Moncloa, está más cómoda con un etarra que no le mate que con la derecha, que en su imaginario empieza en Vox y termina en Ciudadanos o en Margarita Robles.

Ese es el origen de todos los males y la explicación a la deriva antidemocrática que estamos viendo. La izquierda española –y cuanto más votado el partido, más grande es la responsabilidad– ha recuperado explícitamente la II República como modelo, y es natural que siga sus pasos en la destrucción de la convivencia mediante la creación de un Frente Popular que margine a la derecha, aunque algo hemos avanzado cuando no se recurre como entonces al asesinato.

Las pruebas de lo que estoy diciendo son tan evidentes a estas alturas que da apuro comentarlas. Con cada vez más virulencia, la alianza de progreso se consolida a ojos de todos con pactos para expulsar a los reaccionarios de la vida pública. Lo vimos con más claridad que nunca en el acuerdo con Bildu. Y cuando aún no lo habíamos digerido nos lo vuelve a dejar claro la pinza con ERC para aplicar un 155 fiscal a la comunidad española que mejor funciona.

El objetivo es claro: perpetuarse en el poder en forma de régimen, como reconoce el vicepresidente de Agenda 2030.

El objetivo es claro: perpetuarse en el poder en forma de régimen, como reconoce el vicepresidente de Agenda 2030, y hacer la vida imposible a todo aquel al que hayan designado como «el otro», como comprobamos con el ataque gratuito a la concertada y la educación especial separada y privada.

Es muy difícil escribir opinión sobre este Gobierno porque apenas hay matices en la toxicidad de su agenda. Porque ya lo hemos dicho todo sobre sus intenciones, y porque la hoja de ruta hacia sus metas tiene la sutileza de una excavadora avanzando sobre una pista de grava. El trabajo del buen escritor, y de alguna forma del buen político, es desvelarle fundamental al lector, o al votante.

¿Y queda algo por desvelar en el aciago desempeño de este Gobierno? Tomen por ejemplo este titular reciente de Libertad Digital: «El Gobierno justifica su pacto con ERC porque Madrid «rompe la unidad de España»». El subtítulo acababa de describir la canallada: «La vicepresidenta Carmen Calvo acusa a Ayuso de ‘deslealtad’ con su «asimetría fiscal». Y confirma «decisiones importantes» en materia tributaria».

No hay glosa o discurso de denuncia, por brillantes que sean, capaces de hacer más evidente el cinismo y la mala fe de este tipo de razonamientos y acciones. Esto hace difícil escribir artículos de opinión para este Gobierno, como decía. Y deja a los votantes sin excusas en las próximas elecciones. Todos, sin excepción, votaremos sabiendo lo que nos estamos jugando.

Comentario nuestro. El artículo, cómo no, está bien escrito. Sin embargo, ¿sirven de algo esas atinadas razones en la situación actual? No, en mi opinión. ¿Por qué?

a) Tenemos un «Gobierno de Payasos Asesinos» (una recua de clones de Pennywise) que se ve con tres años por delante aún para llevar a cabo sus planes. Unos planes que ni siquiera son suyos, sino que vienen de arriba, por más que periodistas valientes como Federico no se atrevan ni a mentar la bicha, por si las flies…

b) Tenemos una oposición que «ni está, ni se la espera» (más preocupada, en unos casos, de «hablar con todos» y en otros, de salvar su trasero/escaño, que de defender la Nación y la Constitución);

c) Tenemos un electorado inerme ante la propaganda machacona sobre el «virus», que en realidad es apenas más fuerte que una gripe; pero que tras un buen lavado el cerebro, al respetable le han hecho creer que es apenas menos mortífero que el tristemente famoso Ebola.

Con estos mimbres, me permito opinar que se están sentando las bases para un problema social y político para muchos años, si no se frena en seco. Será conveniente, antes de que ya no se pueda, guardar memoria de los hechos de unos y de las omisiones de otros. Y actuar en consecuencia, alejándonos del ensimismamiento inútil y la pasividad criminal. Por lo menos, si salimos de este agujero negro, que no valga la excusa del «yo sólo cumplía órdenes», que tan bien funcionó en Nürnberg…

El lujo de la verdad

No sabía cómo titular esta entrada, pero en función de lo que quiero hablar en ella, el que reza es un título bastante acertado, más en estos tiempos que corren. Vaya por delante que la frase completa sería «la verdad es el lujo de unos pocos», lo que significa, correlativamente, que hay un montón de mindundis, como ustedes y yo, que no tenemos derecho a ella. Casi siempre ha sido así, de hecho; pero la novedad de estos días es que ni siquiera se molestan en ocultarlo. Tenemos derecho, eso sí, a dos versiones de la verdad: una positiva y otra negativa, ambas igualmente falsas. Si hay que creer al ex-financiero (y granuja) alemán convertido hoy en fervoroso católico Florian Homm, de ese privilegio/lujo de la verdad no disfrutan más allá de cincuenta personas en todo el mundo. Continuar leyendo «El lujo de la verdad»

Ahora le toca a la lengua española

Supongo que ya me estoy poniendo un poco pesadito con el recuerdo, pero a cuenta de un artículo del maestro Pérez-Reverte quisiera recordar, una vez más, la tarde memorable en que, hablando con alguien de «perder el tiempo en los chats», le dije que «en vez de pasarse las horas muertas en los chats, haría mejor en dedicar esas horas a estudiar ortografía». Nunca lo dijera: la susodicha me respondió «yo escribo como me sale del alma» y a renglón seguido, me llamó «fascista» (no me imaginaba que existía eso del fascismo ortográfico, pero como dijo el otro, «cosas veredes»). No hace falta decir que todas las camaradoskis de la innombrable se me echaron encima cual jauría rabiosa. Supongo que hoy, además, me llamarían «machirulo», «cisheteropatriarcal» y otros vocablos que, dando patadas al Diccionario, se inventa el feminazismo. Así que ostento el dudoso honor de ser uno de los primeros «fascistas ortográficos». Más vale que los señores de la Docta Casa empiecen a defenderse y a establecer su autoridad lingüística, o los acabarán llamando la Copta Casa (más que nada, porque a los coptos los han ido exterminando y ahora mismo quedan cuatro y el cabo)…

No me había dado cuenta hasta que hace unos días, mientras lamentaba las incorrecciones ortográficas de una cuenta oficial de Twitter de un ministerio, leí un mensaje que acababan de enviarme y que me causó el efecto de un rayo. De pronto, con un fogonazo de lucidez aterradora, fui consciente de algo en lo que no había reparado hasta ese momento. El mensaje decía, literalmente: «Las reglas ortográficas son un recurso elitista para mantener al pueblo a distancia, llamarlo inculto y situarse por encima de él».

No fue la estupidez del concepto lo que me asombró —todos somos estúpidos de vez en cuando, o con cierta frecuencia—, sino la perfecta formulación, por escrito, de algo que hasta entonces me había pasado inadvertido: un fenómeno inquietante y muy peligroso que se produce en España en los últimos tiempos. En determinados medios, sobre todo redes sociales, empieza a identificarse el correcto uso de la lengua española con un pensamiento reaccionario; con una ideología próxima a lo que aquí llamamos derecha. A cambio, cada vez más, se alaba la incorrección ortográfica y gramatical como actividad libre, progresista, supuestamente propia de la izquierda. Según esta perversa idea, escribir mal, incluso expresarse mal, ya no es algo de lo que haya que avergonzarse. Al contrario: se disfraza de acto insumiso frente a unas reglas ortográficas o gramaticales que, al ser reglas, sólo pueden ser defendidas por el inmovilismo reaccionario para salvaguardar sus privilegios, sean éstos los que sean. Ello es, figúrense, muy conveniente para determinados sectores; pues cualquier desharrapado de la lengua puede así justificar sus carencias, su desidia, su rechazo a aprender; de forma que no es extraño que tantos —y de forma preocupante, muchos jóvenes— se apunten a esa coartada o pretexto. No escribo mal porque no sepa, es el argumento. Lo hago porque es más rompedor y práctico. Más moderno.

Todo eso, que por sí ya es inquietante, se agrava con la utilización interesada que de ello hacen algunos sectores políticos, en esta España tan propensa secularmente a demolerse a sí misma. Jugando con la incultura, la falta de ganas de aprender y la demagogia de fácil calado, no pocos trileros del cuento chino se apuntan a esa moda, denigrando por activa y por pasiva cualquier referencia de autoridad lingüística; a la que, si no se ajusta a sus objetivos políticos inmediatos, no dudan, como digo, en calificar de reaccionaria, derechista e incluso fascista, términos que en España hemos convertido en sinónimos. Con el añadido de que a menudo son esos mismos actores políticos los que también son incultos, y de este modo pretenden enmascarar sus propias deficiencias, mediocridad y falta de conocimientos. Otras veces, aunque los interesados saben perfectamente cuáles son las reglas, las vulneran con toda deliberación para ajustar el habla a sus intereses específicos, sin importarles el daño causado.

Tampoco el sector más irresponsable o demagógico del feminismo militante es ajeno al problema. Resulta de lo más comprensible que el feminismo necesario, inteligente, admirable –el disparatado, analfabeto y folklórico es otra cosa–, se sienta a menudo encorsetado por las limitaciones de una lengua que, como todas las del mundo, ha mantenido a la mujer relegada a segundo plano durante siglos. Aunque es conveniente recordar que el habla es un mecanismo social vivo y cambiante, pero también forjado a lo largo de esos siglos; y que las academias lo que hacen es registrar el uso que en cada época hacen los hablantes y orientar sobre las reglas necesarias para comunicarse con exactitud y limpieza, así como para entender lo que se lee y se dice, tanto si ha sido dicho o escrito ahora como hace trescientos o quinientos años. Por eso los diccionarios son una especie de registros notariales de los idiomas y sus usos. Forzar esos delicados mecanismos, pretender cambiar de golpe lo que a veces lleva centurias sedimentándose en la lengua, no es posible de un día para otro, haciéndolo por simple decreto como algunos pretenden. Y a veces, incluso con la mejor voluntad, hasta resulta imposible. Si Cervantes escribió una novela ejemplar llamada La ilustre fregona, ninguna feminista del mundo, culta o inculta, ministra o simple ciudadana, conseguirá que esa palabra cervantina, fregona, pierda su sentido original en los diccionarios. Se puede aspirar, de acuerdo con las academias, a que quede claro que es un término despectivo y poco usado –cosa que la RAE, en este caso, hace años detalla–, pero jamás podrá conseguir nadie que se modifique el sentido de lo que, en su momento, con profunda ironía y de acuerdo con el habla de su tiempo, escribió Cervantes. Del mismo modo que, yéndonos a Lope de Vega, cualquier hablante debe poder encontrar en un diccionario el sentido de títulos como La dama boba o La villana de Getafe.

Se está llegando así a una situación extremadamente crítica. Del mismo modo que se ha logrado que partidarios o defensores sinceros del feminismo sean tachados de machistas cuando no se pliegan a los disparates extremos del feminismo folklórico, a los defensores de la lengua española, de sus reglas ortográficas y gramaticales, de sus diccionarios y de su correcto uso, se les está colgando también la etiqueta de reaccionarios y derechistas –lo sean o no– por oposición a cierta presunta o discutible izquierda que, ajena a complejos lingüísticos, convierte la mala redacción y la mala expresión en argumentos de lucha contra el encorsetamiento reaccionario de una casta intelectual que –aquí está el principal y más dañino argumento– mantiene reglas elitistas para distanciarse del pueblo que no ha tenido, como ella, el privilegio de acceder a una educación (como si ésta no fuera gratuita y obligatoria en España hasta los dieciséis años). Del mismo modo que, según marca esta tendencia, quien no se pliega al chantaje del feminismo folklórico es machista y todo machista es inevitablemente de derechas, quien respeta las reglas del idioma es reaccionario, está contra la libertad del pueblo, y por consecuencia es también de derechas. Pues, como todo el mundo sabe, no existen machistas de izquierdas, ni maltratadores de izquierdas, ni taurinos de izquierdas, ni acosadores de izquierdas, ni tampoco cumplidores de las reglas del idioma que lo sean. Resumiendo: como toda norma es imposición reaccionaria y todo acto de libertad es propio de la izquierda, quien defiende las normas básicas de la lengua es un fascista. En conclusión, todo buen y honrado antifascista debe escribir y hablar como le salga de los cojones. O de los ovarios.

No sé si los españoles somos conscientes –y me temo que no– de la gravedad de lo que está ocurriendo con nuestro idioma común. Del desprestigio social de la norma y el jalear del disparate, alentados por dos factores básicos: la dejadez e incompetencia de numerosos maestros (algunos ejercicios escolares que me remiten, con preguntas llenas de faltas ortográficas y gramaticales, de atroz sintaxis, son para expulsar de la docencia a sus perpetradores), que tienen a los jóvenes sumidos en el mayor de los desconciertos, y el infame oportunismo de la clase política, que siempre encuentra en la demagogia barata oportunidad de afianzar posiciones. Pero no pueden tampoco eludir su responsabilidad los medios informativos; sobre todo las televisiones, donde hace tiempo desapareció la indispensable figura del corrector de estilo –un sueldo menos–, y que con tan contumaz descaro difunden y asientan aberraciones lingüísticas que desorientan a los espectadores y destrozan el habla razonablemente culta. Y más, teniendo en cuenta que el Diccionario de la Lengua Española no lo hace sólo la RAE, sino también las academias de 22 países de habla hispana (de ahí tantas palabras que llaman la atención o indignan a quienes ignoran ese hecho), abarcando el habla no sólo de 50 millones de españoles que nos creemos dueños y árbitros de la lengua, sino de 550 millones de hispanohablantes, muchos de los cuales ven con estupor nuestro disparate suicida y perpetuo.

Tampoco la Real Academia Española, todo hay que decirlo, es ajena a los daños causados y por causar. En vez de afirmar públicamente su magisterio, explicando con detalle el porqué de la norma y su necesidad, exponiendo cómo se hacen los diccionarios, las gramáticas y las ortografías, dando referencias útiles y denunciando los malos usos como hace la Academia Francesa, en los últimos tiempos la Española vacila, duda y a menudo se contradice a sí misma, desdiciéndose según los titulares de prensa y las coacciones de la opinión pública y las redes sociales, intentando congraciarse y no meterse en problemas. Esa pusilanimidad académica que algunos miembros de la institución llevamos denunciando casi una década ante la timorata pasividad de otros compañeros, ese abandono de responsabilidades y competencias, esa renuncia a defender el uso correcto –y a veces hasta el simple uso a secas– de la lengua española, ese no atreverse a ejercer la autoridad indiscutible que la Academia posee, envalentonan a los aventureros de la lengua. Y crecidas ante esa pasividad y esos complejos, cada día surgen nuevas iniciativas absurdas, a cuál más disparatada, para que la RAE elimine tal acepción de una palabra, modifique otra y se pliegue, en suma, a los intereses particulares y, lo que es peor, a la ignorancia y estupidez de quienes, en creciente número, con la osadía de la ignorancia o la mala fe del interés político, se atreven a enmendarle la plana. Por eso, en el contexto actual, pese a que de las nueve mujeres académicas admitidas en tres siglos seis han ingresado en los últimos ocho años, pese a su formidable e indispensable labor para quienes hablan la lengua española, la Academia es considerada por muchos despistados –basta asomarse a Twitter– una institución reaccionaria, machista, apolillada y autoritaria. Cuando en realidad, gracias a algunos de sus académicos, sólo es una institución acomplejada, indecisa y cobarde.

Y ojo. Aquí no se trata de banderitas y pasiones más o menos nacionales. Aquí estamos hablando de un patrimonio lingüístico de extraordinaria importancia; un tesoro inmenso de siglos de perfección y cultura. De algo que además nos da prestigio internacional, negocio, trabajo y dinero. Hablamos de una lengua, la española, que es utilizada por cientos de millones de hispanohablantes que hasta hoy, gracias precisamente a la Real Academia Española y a sus academias hermanas, manejan la misma Ortografía, la misma Gramática y el mismo Diccionario; cosa que no ocurre con ninguna otra lengua del mundo. Constituyendo así entre todos, a una y otra orilla del Atlántico, un asombroso milagro panhispánico. Un espléndido territorio sin fronteras. Una verdadera patria común, cuya auténtica y noble bandera es El Quijote.

Haría bien en recordar el maestro Pérez Reverte que los intentos «modernos» de autodestrucción de España, hayan empezado por donde hayan empezado, tienen un denominador común: los han intentado llevar a cabo españoles, sí; pero con el ánimo y la ayuda de los enemigos de la Patria, seculares o no.

A sota d’una pedra

Aprovechando que habíamos dejado nuestro relato hablando del procés (otra vez), me ha parecido interesante incluir un artículo aparecido en el Diari de Girona del pasado 21 de octubre, de una persona, Helena Boadas, que ha perdido la fe del poble català (en Sant Jordi Pujol y en sus deixebles, se entiende). Es muy explícito y, aunque no va a despertar a ninguno de los que debiera (porque, además, el procés sirve a «otros fines»), vale la pena dejar constancia de él, aunque la autora todavía habla de «país» refiriéndose, naturalmente a… bueno, ya saben. Rémoras que quedan. Acompañamos traducción.

No sé si cal que digui que la mesura és irresponsable perquè em sembla de jutjat de guàrdia; tenint en compte que l’han seguit milers de persones segurament sí. El sistema bancari és molt sensible, immensament. I jugar amb això és jugar amb foc. Per altra banda no sé qui es vol perjudicar amb aquesta acció. Perquè de moment, a dia d’avui, els únics perjudicats són les iaies que volien treure diners per anar al mercat i no han pogut perquè el caixer no tenia efectiu. Era aquesta la idea? Si algú s’espanta, quan hi torni a haver efectiu el traurà tot per no tornar-se a trobar en la mateixa situació. Suposo que tots veiem el perill –immens– d’això.

Si em quedava algun gen de la independència amagat en algun racó del cos, els últims mesos s’ha quedat fulminat. Que no hi ha fractura social? No; si quan no ets independentista t’amagues a sota d’una pedra, no n’hi ha.

Mireu, jo escric aquest article perquè estic cansada d’amagar-me. Com molts altres catalans, vinc d’un context molt independentista, molt. És el que he viscut tota la vida. Quan he aconseguit fer-me una mirada pròpia sobre les coses, una mirada crítica, la meva, he hagut de callar. Com tantes altres persones. Els grups de WhatsApp són un infern. TV3 és un pamflet independentista vergonyós. La distorsió de la realitat és important. Si en algun context m’atreveixo a parlar provoco com a mínim decepcions.

Estic cansada d’amagar-me. Aquí ho teniu, soc una botiflera, ja m’ho dic jo mateixa, no patiu. Però aprofiteu per reflexionar-hi una mica, perquè com jo hi ha molta, molta gent, moltíssima, que continua amagada a sota la pedra.

Bajo una piedra

Escribo este artículo ahora que medio país está retirando dinero de los cajeros automáticos para conseguir no sé muy bien qué. Ayer, cuando leí esta consigna que llegaba por tierra, mar y aire (en resumen, sacad dinero todos a la vez), hasta lloré. Hoy ya se me ha pasado: ya no lloro y escribo un artículo, que es más productivo.

No sé si hace falta decir que es una medida irresponsable porque me parece de juzgado de guardia; teniendo en cuenta que la han obedecido miles de personas, seguramente sí. El sistema bancario es muy sensible, inmensamente sensible. Y jugar con esto es jugar con fuego. Por otra parte, no sé a quién se quiere perjudicar con esta acción. Porque, de momento, a día de hoy, las únicas perjudicadas son las yayas que querían sacar dinero para ir al mercado y no han podido porque el cajero no tenía efectivo. ¿Era ésta la idea? Si alguien se ha espantado, cuando vuelva a haber efectivo lo sacará todo para no volverse a encontrar en la misma situación. Supongo que vemos todos el peligro –inmenso– de esto.

Si me quedaba algún gen de la independencia escondido en algún rincón de mi cuerpo, en los últimos meses ha sido fulminado. ¿Que no hay fractura social? No. Si cuando no eres independentista te escondes bajo una piedra, no la hay.

Mirad, escribo este artículo porque estoy cansada de esconderme. Como muchos otros catalanes, provengo de un contexto muy independentista, mucho. Es lo que he vivido toda la vida. Cuando he conseguido construir una mirada propia sobre las cosas, una mirada crítica, la mía, he tenido que callar. Como tantas otras personas. Los grupos de WhatsApp son un infierno. TV3 es un vergonzoso panfleto independentista. La distorsión de la realidad es importante. Si en algún contexto me atrevo a hablar, como mínimo provoco decepciones.

Estoy cansada de esconderme. Aquí lo tenéis: soy una botiflera, ya me lo digo yo, no padezcáis. Pero aprovechad para reflexionar un poco, porque como yo hay mucha gente, muchísima, que continúa escondida bajo una piedra.

 

¿Por qué mienten?

Por su interés y dados los últimos acontecimientos dignos de mención acaecidos en España en los últimos tiempos, insertamos este artículo que D. Julián Marías escribió para una Tercera de ABC el 16 de enero de 1997. 22 años ya: y si a D. Julián, caso de vivir, o su hijo Javier, se les ocurriera emprender la tarea de glosarlo adaptándolo a las circunstancias actuales, andarían de susto en muerte, dando saltos en un campo minado. Ya no se trata de que la mentira «sea un arma revolucionaria», como predicaba Lenin en los viejos buenos tiempos; es que la mentira se ha convertido hoy día en instrumento de poder: no utilizada sólo para llegar al poder, sino para permanecer en él.

Reconozco que tengo una aguda sensibilidad para la mentira. La verdad me importa hasta tal grado, que la mentira me deprime y entristece. Por desgracia, su frecuencia es inquietante, y en personas individuales o grupos ha adquirido un carácter que se podría llamar «profesional»: se puede contar con la mentira con la seguridad de que no falte.

La historia es objeto preferente de esa operación, lo que resulta fatigoso y encierra quizá los peligros más graves que nos amenazan. Todo lo que se haga para establecer –o restablecer– la verdad histórica me parece tan precioso como necesario. Pero, aunque existen, se cuentan con los dedos los que se entregan a fondo a tan urgente tarea.

La voluntad de mentir se concentra especialmente en la presentación del pasado cercano y del presente, sobre todo en sus dimensiones intelectuales, culturales en general. Casi todo el mundo considera necesario decir que España –o más– ha sido un desierto, y se ha acuñado la expresión «páramo cultural».

Hace veinte años escribí un largo artículo titulado «La vegetación del páramo» (recogido luego en mi libro «La devolución de España», 1977). En él consideraba la actividad cultural de España entre 1941, fecha en que se reanudó tras la Guerra Civil, y 1955, año en que murió Ortega. Era un recuento fragmentario, sin rebuscas ni propósito exhaustivo, de lo que se había hecho, en medio de grandes dificultades, en esos quince años. Resultaba una larguísima lista, impresionante, de «libros libres», fruto de vocaciones admirables; se veía la continuidad, no interrumpida, de los autores existentes antes del feroz corte de la guerra, y la aparición de promociones nuevas, de sorprendente fecundidad, y en la mayoría de los casos, capaces de innovación e independencia. La vegetación del páramo, concluía yo, es bastante frondosa.

Baroja decía con humor que los españoles discuten sobre cuestiones de hecho. Muchos hacen ahora algo mejor: ni siquiera discuten, sino que hacen caso omiso de los hechos. Al cabo de tantos años, casi nadie ha leído el artículo, ni siquiera el libro, agotado hace mucho tiempo. Y el hecho es que, con raras excepciones, cada vez que se habla de lo que ha sido la realidad cultural de España después de la Guerra Civil, se acumulan las mentiras más evidentes, más contrarias a la irrefragable realidad.

Lo más curioso es que a veces las cometen los que dieron frondosidad a la vegetación del páramo, los que con su propia obra desmienten lo que dicen. Hay gran número de autores que surgieron precisamente en aquel tiempo, que florecieron y alcanzaron fama, que contribuyeron a que, a pesar de tantos pesares, España fuese habitable, esperanzadora, interesante, en muy alta proporción creadora.

¿Por qué lo hacen? Tengo una irrefrenable propensión a intentar entender. Hay que distinguir de edades o generaciones. Los jóvenes –y en esta categoría, para estos efectos, son los que no han llegado a los cincuenta años– mienten, diríamos, en nombre de otros. Su motivo principal es la ignorancia: no saben nada, aceptan pasivamente lo que les han dicho y lo repiten como cosa propia.

Hay un curioso grupo, formado por los que empezaron a actuar hacia 1956 –fecha muy significativa–. Tuvieron, ya desde entonces, la voluntad de dar por nulo todo lo que se había hecho antes –es decir, todo lo que se enumeraba en el artículo de que hablo–, para dar la impresión de que con ellos, y sólo con ellos, se iniciaba una resistencia a las presiones oficiales y un intento de independencia.

Finalmente, los decididamente mayores, los que vivieron y escribieron en ese ya lejano período, se pliegan a las presiones dominantes, temen ser acusados de complacencia con ellas si afirman y valoran lo que muchos hicieron precisamente para no aceptarlas, pagando por ello el precio necesario. Algunos tuvieron en efecto esa complacencia para buscar una vida más fácil, lo que al fin y al cabo es humano; otros no. Todos contribuyeron a que no se rompiera la continuidad de una cultura que data ya de un siglo largo –y me refiero a la que es «actual», no a la dilatadísma que constituye el patrimonio milenario de todos los que hablan español a ambos lados del Atlántico–.

En España, desde hace veinte años, han sucedido muchas cosas, buenas y malas, con evidente predominio de las buenas. Sobre todo, el incremento de la libertad, cuyos retrocesos no han sido tan profundos que hayan impedido su posible recuperación. Lo que sigue faltando, y me preocupa extraordinariamente, es el triunfo de la veracidad. La verdad fue, como en todas las guerras, la primera víctima en 1936. Una crisis previa de la veracidad fue la causa últimamente decisiva de la discordia que llevó a la Guerra Civil: se buscan las causas de su origen, y rarísima vez se piensa en esta.

La verdad fue evitada, perseguida durante los decenios siguientes, por el partidismo, la obsesiva politización de los que mantenían su versión interesada de las cosas y los que aspiraban a sustituirla por otra opuesta pero igualmente tendenciosa y deformadora.

Esto es comprensible, pero ¿lo es la perduración de tales actitudes cuando se ha cancelado lo que de siniestro ha tenido una larga época, cuando se puede decir la verdad? Es gravísimo que no se haga, que no se quiera usar la libertad para lo que debe ser su finalidad primaria.

No se abrirá de verdad el horizonte de España mientras no haya una decisión de establecer el imperio de la veracidad, la exclusión de la mentira. Esto, claro es, en todos los órdenes; me estoy refiriendo particularmente a la vida intelectual, porque es lo que conozco mejor y porque es algo «notorio», controlable, que consta y en buena medida queda.

Creo que mentir descalifica al que lo hace, y debe tener la consecuencia inmediata de su desprestigio. Cuando alguien lo hace, los que lo saben deben tomar nota y obrar en consecuencia. Hay que tener en claro a quién estimar, en quién se puede confiar. No es infrecuente el caso de quienes, en cierto momento de su vida, han cedido a las tentaciones dominantes y han renunciado a decir la verdad; ese día han perdido su condición de intelectuales y se han convertido en «militantes» de lo que sea. La proporción es variable según las edades y las regiones españolas, pero el peligro es muy amplio.

Con diversos pretextos, hay gentes dedicadas a lo que llamo la «calumnia de España». Ningún pretexto me parece aceptable para ello; no sólo en nombre de España, sino, todavía antes, en nombre de la verdad.

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