In memoriam Pedro J.


No, no se asusten ustedes. No se ha muerto, ni mucho menos, aunque algunos sí quisieran verle muerto. Y entre éstos, no pocos de los que hace 20 años se «deleitaban» con las Historias de la corrupción que contaba Pedro J. de Ferraz y aledaños. Historias que le costaron ser tratado con exuperancia por el felipismo de entonces, ya en horas bajas pero todavía con poder.
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«Grandeza»

El último día del año pasado leía yo en la Tercera de ABC un artículo de D. Pedro González-Trevijano que me llamó particularmente la atención. Después de pintarnos el cuadro de la realidad, tétrica tal cual es, el señor González-Trevijano se agarra a la grandeur gaullista como solución para sacarnos del pozo.

La lectura del artículo, no obstante, suscita varias cuestiones. La primera, que para monsieur De Gaulle la grandeur está bien porque es francés y a ellos les suele sentar bastante bien (y bastante menos bien a los demás). Pero, ¿dónde o en quién ubicar la «grandeza» en España hoy? Ya afirmamos en su momento que esta crisis no es solamente económica, sino que empieza siendo una crisis moral o espiritual por vaciamiento, y que el círculo se cierra ahora con la crisis económica. El panorama de «desconfianza de la política» es desolador: hemos tenido aprendices de brujo que lo único que han conseguido es multiplicar los problemas (porque a lo mejor ése era también su objetivo). Y estamos soportando a «mandaditos» que, aunque a velocidad más lenta que los aprendices de brujo, nos están llevando igualmente al carajo. No sé si es gracias a la «democracia», pero hoy en España no hay «estadistas que piensen en las próximas generaciones», sino «políticos que piensan sólo en las próximas elecciones». No hay grandeza en ello. Ninguna. Aparte, las propias estructuras de los partidos se encargan de aquellos que vienen con ideas que lleven a recuperar esa grandeza, para que el panorama quede en una plana y gris mediocridad (viva la «democracia interna» de los partidos).

En cuanto a los famosos momentos estelares (segunda cuestión), D. Pedro acude en primer lugar a lo que podríamos llamar mitología transicional: la «nada santa Transición». En ella, la presunta «grandeza» del pueblo español quedó, simplemente, en el hecho de que pasamos de una situación a otra sin disparar un solo tiro. Todo lo demás, incluida la Carta Otorgada que es nuestra «Constitución» de 1978, se coció intra portas, con el «pueblo español» de convidado de piedra. Conviene recordar ese detalle, porque ahí está el origen del blindaje de lo que hoy llamamos «casta parasitaria». Bien podría decirse, parafraseando aquella frase presuntamente atribuida a Louis XV (otra vez la grandeur francesa), «tó pa nosotros y sin el pueblo». Y eso fue todo. El café para todos de Bartolomé Clavero no fue otra cosa que el pistoletazo de salida para el reventón del Estado por hinchazón de sus diecisiete partes, aliñada con la deslealtad institucional de varias de ellas, que amenaza con extenderse al resto. Todo ello apunta más a que volveremos a Goya antes que a Juan Genovés.

Y respecto de la otra figura que pone de ejemplo, Nelson Mandela, no estará de más recordar que Madiba, como le llaman ahora queriendo igualarlo al Mahatma Gandhi, fue antes de eso un feroz y violento comunista (foto con Fidel incluida), con una colección de asesinatos a sus espaldas. Y que si se pasó 27 años en prisión fue precisamente para purgar esos delitos y no sólo su «oposición al apartheid». Por supuesto que celebramos su «conversión en un hombre de paz», no faltaba más. 27 años de reclusión dan para pensar mucho y de verdad sobre lo que uno ha sido, es y quiere ser. Pero pongamos todos los factores en la balanza, no sólo los que interesan. Por cierto, no sé qué pensará de su entierro, allí donde esté. Al mismo, como a un panal de rica miel, acudieron todos los pájaros importantes de la fauna política y artística del mundo mundial. Sin embargo, la gente sencilla nos hemos quedado como si al acontecimiento le hubieran lanzado el hechizo ridiculus: recordaremos los pases de manos que cierto señor nos hizo creer que eran «lenguaje para sordos»… y el flirteo del Obamesías (inocente o no, pero absolutamente fuera de lugar) con la primera ministra danesa (y el consiguiente cabreo de la First Lady of America). Eso sí que fueron momentos estelares y lo demás son cuentos.

Por mi parte, todavía estoy esperando a alguien no sólo «grande», sino que sea capaz de recordarnos la «gran nación» que fuimos. No tiene aún visos de aparecer.

Demasiados protectores

Recupero para ustedes este artículo que cierto periodista (ahora no recuerdo muy bien si fue Joan Barril u otro columnista de El Periódico), que debe andar en la hemeroteca allá por el 2001 o 2002. Cosas de un servidor de ustedes, que no tomó nota del articulista y de la fecha del artículo. En cualquier caso, lo considero de interés por cuanto, en cierta forma, la enfermedad estatista ha avanzado mucho en estos diez años últimos y estas palabras resultan proféticas. En el bien entendido de que un profeta no es –o no sólo es– alguien que ve el futuro, sino alguien que recuerda la historia.

El Estado está para protegernos, dicen. Pero hay diversas formas de atender la protección. En tan sólo un siglo, el Estado moderno ha experimentado muchísimos cambios doctrinales. El Estado servía para crecer y administrar la metrópoli y para garantizar el buen negocio de los poderosos. Pero a primeros de siglo el Estado empezó a abusar de la gente. Se movilizó a las multitudes para mandarlas a morir a los campos de batalla y eso, tarde o temprano, se tenía que compensar. Apareció entonces un Estado paternal y protector. Un Estado que decidía cuándo se trabajaba y cuándo era fiesta. Un Estado que velaba por las pensiones y por la sanidad pública, por la instrucción de los niños y el retiro de los mayores.

Pero eso también se acaba pagando. Porque de tan agradecidos no nos dimos cuenta de que el Estado había entrado en casa y se atrevía con todo. Un Estado protector no lo es únicamente en la necesidad. También nos pretende proteger desde la arbitrariedad. Cuando damos al Estado la confianza de la seguridad social el Estado se toma atribuciones excesivas. ¿No queríamos ser atendidos en la enfermedad? Pues la mejor manera de evitar la enfermedad es la prohibición salutífera de todos los vicios. Es entonces cuando el Estado se dispone a atarnos corto y limita velocidades, prohíbe fumar y establece que a partir de ciertas horas ya no se puede beber.

España es un país tolerante y pactista que no resiste el corsé de reglamentos asfixiantes. Pero basta ir a Inglaterra para encontrar la paradoja de prohibiciones imposibles y de prevenciones absurdas. El turista llega a uno de sus famosos pubs. Es fin de semana y el establecimiento está lleno. El turista se acerca al mostrador donde se alinean espectaculares fuentes de cerveza y, con su mejor inglés, pide una pinta. Lo sienten, claro. Cualquier conversación en inglés suele incluir en algún momento esa referencia al sentimiento. Lo sienten de verdad, están desolados, darían su vida por satisfacer nuestras pequeñas demandas pero, ya lo ve usted, son más de las once y a las once no se puede servir cerveza. De nada sirve que sólo pase un minuto de las once. La ley establece que más allá de las once los grifos se cierran. Ni un minuto ni una hora: sólo más allá. El turista advierte entonces que, a su alrededor, los otros parroquianos continúan sus charlas, sus partidas de billar o de dardos, acompañados de grandes reservas de pintas de cerveza completamente llenas. ¿Y éstos?, pregunta el turista. ¿Por qué beben pasadas las once? La ley es exacta: las once es el límite de servir, pero no de beber. Sutiles bebedores estos británicos. Han acompasado el sorbo amargo de la cerveza al reloj implacable de la Administración.

Durante muchos años circuló el chiste anticomunista de aquel ciudadano búlgaro que se paseaba por Sofía con un paraguas y una gabardina bajo un sol abrasador. Preguntado por los motivos de su extraño atuendo el hombre respondía: «Es verdad que en Sofía hace sol. Pero en Moscú está lloviendo». La penetración del Estado en nuestros hábitos más personales parecía hasta ahora un signo de los totalitarismos. La China de Mao controlaba la natalidad, el Chile de Pinochet quemaba los libros incómodos, la España de Franco impedía la entrada en un hotel de las parejas sin libro de familia.

Y por lo visto a medida que el mercado sustituye al Estado y que los grandes ejecutivos de las corporaciones hacen y deshacen las estructuras del poder político, el Estado abandona su misión ancestral y se queda con las tonterías. Por un lado nos recuerdan que el sistema de pensiones va a la bancarrota, pero por el otro se encastillan en la limitación de los extraños horarios del ocio juvenil. Por un lado advierten que nos tendremos que pagar las medicinas; por el otro nos conminan a separar las basuras en bolsas discriminadas. Por una parte nos recortan las más mínimas facilidades para la natalidad, y por la otra dicen protegernos de nuestros amigos extranjeros no por amigos cuanto por extranjeros. El Estado ya no manda como antes. Pero ese Estado debilitado y quisquilloso se está especializando en hacernos la puñeta.

¿Quién escribe al periodista?

Quizá recuerden ustedes un anuncio de hace algunos años, que comenzaba así: «Estamos rodeados de imperfecciones». No recuerdo muy bien qué era lo que anunciaba ese spot, que se dice ahora; pero esas primeras palabras sí las recuerdo, y el café de una taza vertiéndose. Uno convive con ellas a diario, y tiene dos opciones: o acostumbrarse, o ponerse histérico cada vez que detecta una.

El problema, naturalmente, surge cuando la imperfección aparece donde no debiera. Por poner un ejemplo, en la prensa escrita. Ya no hablamos de opiniones, enfoques y sesgos. Hay libertad de prensa, protegida por el hoy amenazado artículo 20 de la (todavía vigente) Constitución, así que ustedes pueden comprar un periódico de su elección y concordar con la línea editorial del mismo… aunque a veces, como ocurre en Cataluña, de pronto se ponga de manifiesto que no hay más que una línea editorial posible.

No me refería, pues, a esa clase de imperfecciones, en la medida en que son voluntarias. Usted compra un periódico y, con el acto de la compra, acepta un determinado ideario. Pero las imperfecciones a las que me refiero son aquellas que ustedes no tienen obligación de soportar. A lo mejor uno es muy tiquismiquis, pero a uno le molestan las faltas de ortografía que aparecen en los artículos y que empiezan a abundar como cucarachas en la prensa escrita.

De redactar, no pocas veces es «discutido y discutible» que sepan. A veces uno tiene suerte y encuentra una pregunta encerrada entre dos signos de interrogación. A veces, sin embargo, uno se la encuentra sin signos de interrogación y no detecta a la primera que no es una interrogación. Norma también: la coma vale para todo. Ni punto y coma, ni punto y aparte, ni leches. Justificación: se sacrifica la calidad de la escritura en «beneficio» de la velocidad. Si es por eso, quiten acentos también, que son un coñazo y un estorbo, oigan.

En cuanto a la prensa digital (escrita), se han hecho famosos los que podríamos llamar gazapos de plantilla: esos gazapos de los que uno se da cuenta porque el becario de turno ha subido a la web la plantilla sin rellenar, con el código al descubierto.

Les cuento que antes, en la prensa escrita, existía un señor llamado corrector de estilo. Era un señor que no se preocupaba de las faltas de ortografía (nadie, en aquellos llamados años, terminaba sus estudios obligatorios con faltas de ortografía), sino de que los artículos quedaran redactados en un estilo fino y elegante, cuando las palabras todavía tenían un valor al pronunciarse y no se hacía a la ligera. Hoy el corrector de estilo se llama Microsoft Word (eso si trabajan ustedes con el paquete Office para PC; en Mac no sé qué es lo que se usa) y es tonto, como todo el mundo sabe.

¿Quién tiene, pues, el poder? Sin duda, el poder lo tiene quien aprieta el botón: el becario. Sobre todo, el becario que trabaja en maquetación. El artículo, billete o suelto deben caber en el espacio que el maquetador jefe ha decidido. Y si no caben, se recortan letras o incluso líneas para que quepan. ¡Qué dura es la vida del becario maquetador! Otras veces, eso sí, invadiendo terrenos que no le corresponden, reforma el artículo que le llega sin encomendarse a Dios ni al diablo. Y claro, usted, periodista, que escribió con todo mimo el artículo, ve cómo el becario le toca las… negritas, las cursivas y los… latinajos, que también han de estar en cursiva… y se enfada. Se enfada mucho porque le están destrozando el trabajo.

Así, pues, para ser constructivos, voy a proponer una solución: no aceptar a ningún redactor o becario que cometa faltas de ortografía. Supongo que para la admisión no estaría de más incluir un examen de ortografía y redacción, que haría la selección más fácil. Quizá así, retomando un poco la tradición y consiguiendo que los redactores y becarios amen nuestra lengua en vez de lanzarle coces un día sí y otro también, volvamos a educar al lector en el respeto y la estima a las palabras. Pues las palabras son las herramientas del periodista. Y uno cuida sus herramientas, sin duda.

Comentario a Arcadi Espada

Dado que hoy es la fiesta de la Virgen de la Asunción y cambia la quincena, con lo cual media España se va de vacaciones mientras vuelve la otra media, hoy vamos a ser más ligeros. Hoy dedicaré a ustedes un pequeño repaso a las opiniones de El Mundo, el diario que por ahora leo con más interés, ése que hace 20 años era la niña bonita del PP y ahora es el nom del porc para el ¿mismo? Partido (veinte años no es nada, que dice el celebérrimo tango… o sí). Continuar leyendo «Comentario a Arcadi Espada»

Buitres carroñeros

Por su interés reproducimos este artículo de Almudena Negro, que resume bien las actitudes de todos aquellos que, queriendo o sin querer, han «aparecido en la foto» del accidente de A Grandeira, en La Coruña.

Cuenta la Wikipedia que para la zoología «un carroñero o necrófago es un animal que consume cadáveres de animales y que no ha participado en su caza». En la sociedad española los carroñeros son esos seres humanos que acuden raudos al olor de la sangre, para, chapoteando en ella, tratar de obtener rédito político, ideológico o mediático del dolor ajeno. Les cuento esto a raíz de la terrible tragedia vivida esta pasada semana en Galicia y que ha conmocionado a España entera. 

Lo mejor de estos tristes días, sin duda, la reacción de la sociedad española: hospitales abarrotados de gente queriendo donar su sangre, no sólo en Galicia aunque también y principalmente, médicos de asueto o descansando después de una interminable guardia que acudían a ponerse a la orden, bomberos en huelga que salvaban vidas entre el amasijo de hierro en que quedaban convertidos los trágicos vagones, policías que hacían lo que hiciera falta, vecinos que prestaron sus mantas y primeros auxilios a los damnificados por la tragedia o sencillamente acompañaban a los heridos, jóvenes que quitaban la clave a su conexión Wifi para facilitar las saturadas comunicaciones, enfermos menos graves que pedían el alta voluntaria para que sus camas fueran ocupadas por los heridos del Alvia maldito… Grande España. Marca España. De la de verdad.

Lo peor, también sin duda, el comportamiento de unos pocos, muy pocos, que acudieron prestos y veloces al olor de la sangre. Marta Garrote –increíble que esta pelota del sin par Tomás Gómez siga teniendo cargo alguno a estas horas en el PSM-PSOE– fue la primera en abrir fuego contra el gobierno, culpando en Twitter, al tiempo que sonaban con desesperación los teléfonos móviles en los bolsillos de los fallecidos, del accidente a los «recortes del PP». Se retrató, como tiene por costumbre hacer. Poco después las redes sociales hervían de indignación y ella, en lugar de disculparse y callarse, como se corresponde, se hacía la víctima. Pobre amoral.

Pero Garrote no fue la única carroñera de ese día. Hubo otros, como el profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid, de facultad a zulo, y asesor del gobierno venezolano, Juan Carlos Monedero. Sin duda, en sus subconscientes, amén del complejo de Fourier, la utilización del accidente del barco Prestige o de la masacre terrorista del 11 de marzo de 2004 contra gobiernos del PP. Chapotear.

Sobraron también imágenes. Muchas. Imágenes de cuerpos inertes y heridos suplicando ayuda, que no aportaban nada a la información de la tragedia pero que sí podían causar mucho dolor. Como sobró la grabación, emitida en todas las televisiones, cedidas por el diario sensacionalista de la mañana, tomada escasos minutos después de la tragedia.

El jueves, los ojos puestos en el PP

Por su interés, reproducimos este artículo. Original aquí.

Este jueves próximo podría ser decisivo para el futuro del Partido Popular. Quien fuera su gerente durante lustros, Luis Bárcenas, está llamando a comparecer junto con su esposa, también imputada en la causa, ante el juez que instruye su caso. Que es el caso de los millones de euros encontrados en Suiza, provenientes de no se sabe dónde y que pertenecen ¿a quién?

Hay miedo en Génova 13. Tanto que ni tan siquiera Javier Arenas enreda. Temen todos que el cabrón, como lo llamaban en las grabaciones Correa y los suyos, desmoralizado y acosado –le han tocado la familia y hasta ahí podíamos llegar, dicen que afirma en privado– pueda acabar por contarlo y cantarlo todo, llevándose a medio PP por delante. O que se anime a facilitar al juez, ya se lo habría entregado a otros, la contabilidad del partido. Contabilidad que existiría manuscrita pero no se correspondería con las fotocopias que publicaron los del diario independiente a primeras horas de la mañana y luego siervos del consenso socialdemócrata el resto del día. 

Y ahí se habría acabado la historia del PP, porque lo mismo podría resultar que figura importantes del centro-derecha hubieran estado cobrando sobresueldos cuando no podían hacerlo. ¿Declarándolos? Bárcenas –ya quisieras, Alfredo–, lo sabe todo y de todos. De todos. 

Si a eso le sumamos el otro escándalo, posiblemente derivado de este primero, que afecta al centro-derecha y que está igualmente fuera de control, que es el caso Gürtel (del cual sólo se conocen ligeras pinceladas, porque como salga el cuadro completo algún ayuntamiento podría tener que tirar de suplentes de la lista con la que concurrió a los comicios), las cosas se presentan complicadas, muy complicadas, para el sucesor digital de José María Aznar. Un Aznar que anda muy molesto porque considera, no sin razón, que los suyos lo han dejado tirado. Álvarez Cascos, por su parte, observa y calla desde Asturias. 

Y a todo esto, Mariano que lee y relee el Marca mientras la todopoderosa y sonriente Soraya nos vende la enésima cortina de humo.

Programa, programa, programa

Por su interés, reproducimos el artículo que el maestro Javier Quero deja hoy en La Gaceta.

Es intolerable lo de Esperanza Aguirre. Pretender que un partido, aunque sea el suyo, cumpla el programa electoral es un atrevimiento, una osadía, una temeridad sin precedentes. Acaso desconozca la intrépida líder del PP de Madrid que los programas se elaboran con el único fin de incumplirlos. Así se estableció en España de modo tácito desde tiempos de la Transición y así quedó refrendado por sentencia de Tierno Galván. En el extremo opuesto, Julio Anguita se hizo cargante con aquello de «programa, programa, programa», antes de mutar en líder espiritual de la izquierda pagana. Esto puede parecer un contrasentido, pero donde no hay fe en la existencia del alma suele practicarse el culto al fantasma.

Damos poca importancia al programa a pesar de ser exactamente lo que votamos. En nuestro país no se vota un candidato, pues al presidente lo escoge el Parlamento. Lo que elegimos en las urnas no es la foto de un señor ni unas siglas ni un eslogan. Votamos un programa electoral que, paradójicamente, casi nadie ha leído. Daría igual que cualquier formación política incluyera como número uno de sus propuestas la promesa de propinar una patada en la zona escroto inguinal a todo aquel que le vote. La mayoría de sus electores no lo leería. Y los que sí lo hicieran darían por descontado que el partido al que votan incumplirá su palabra, así que las escritillas colgantes quedarían ilesas.

Los párrafos programáticos suelen ser más aburridos que una carrera de balandros y presentan un estilo común del siguiente tenor: «promoveremos políticas tendentes a una mejora general de las estructuras de desarrollo para garantizar el aprovechamiento máximo de los recursos». Los verbos más empleados son promover, tender y aspirar, siempre sinónimos de intentar. Vamos, que se mojan menos que un buzo en Los Monegros. No alcanzo a entender el porqué de tanta prudencia si el final suele ser siempre el mismo, el incumplimiento flagrante de lo que ampulosamente llaman «contrato con el ciudadano».

Quienes siempre leen minuciosamente los programas son los contrarios, que se ponen muy pesados al exigir al ganador de los comicios que cumpla lo prometido. Esto es un contrasentido. En campaña, los rivales critican el programa del otro, pero cuando uno de los dos llega al poder los que quedan en la oposición no hacen más que insistir al vencedor en que debe llevarlo a cabo.

Que uno de los tuyos te recuerde tus incumplimientos molesta más que un escrache capitaneado por Verstrynge. Eso es lo que le ha pasado a Mariano. La presidenta de su partido en Madrid le ha dado un pescozón de ese modo ladino que sólo domina la chulapona popular que se fue para quedarse. El pasquín del PP afirmaba que reducir el sector público era «imperioso», sin que ello supusiera alusión al caballo que soportaba el tonelaje de Jesús Gil. En sus páginas podía constatarse el compromiso de disminuir la estructura de la Administración y sus costes y, por supuesto, bajar los impuestos. La cohorte rajoyana justifica la subida impositiva por el déficit oculto de 90.000 millones que dejó el PSOE.

Y no faltan quienes remachan que una de las comunidades que escondía el tamaño de su agujero contable era la gobernada por Aguirre. Desde el PP madrileño insisten en que lo que necesitan los españoles es esperanza. Lo dicen, no lo escriben. Así no hay forma de saber si la esperanza a la que se refieren se escribe con mayúscula o con minúscula. Al final, quien abrió la polémica, la zanjó: «Rajoy nunca se equivoca», Aguirre dixit. Ni siquiera cuando incumple sus promesas, le faltó añadir. 

Beatriz Talegón y la fábrica de impostores

Original aquí.

Hace unos días, una desconocida joven, Beatriz Talegón, saltaba a la fama por un discurso pronunciado ante la Internacional Socialista, que estaba celebrando una reunión en un lujoso hotel de Portugal, con representantes de un centenar de partidos socialistas de todo el mundo.

En ese discurso, la joven militante preguntaba a sus mayores: «¿Cómo pretendemos hacer una revolución desde un hotel de cinco estrellas?». El vídeo con sus palabras causó furor en las redes sociales, donde lleva ya más de dos millones de descargas. El hecho fue también comentado en medios de comunicación de todo el mundo, especialmente en nuestro país y en otros de habla hispana.

En realidad, todo el discurso supuestamente rupturista de esa muchacha supuestamente rupturista no pasa de ser una escenificación bien planteada. Como luego hemos sabido, la supuesta revolucionaria es, en realidad, una funcionaria del partido que lleva toda su vida activa medrando en la política y viviendo del dinero público. Con 22 añitos, y recién titulada en Derecho, se marchó a Bruselas, a trabajar en la oficina de Castilla-La Mancha en el Parlamento Europeo.

Después pasó a ser asesora de la delegación socialista en el Parlamento Europeo, cargo que simultaneaba con el de adjunta a la secretaría general del PSOE en Castilla-La Mancha. Por sus desvelos en favor de los oprimidos cobraba más de 3.000 euros netos mensuales, la muy proletaria.

En abril del año pasado, la joven estrella daba el gran salto adelante, cuando era elegida Secretaria General de la Unión Internacional de Juventudes Socialistas.

Desde entonces, sus principales hazañas revolucionarias han consistido en viajar a diversas convenciones por todo el mundo: Paraguay, Pekín, Egipto, Uganda, Sudáfrica, Suecia, Estados Unidos, México, Portugal… Una vida de intenso sacrificio. Su dedicación a los problemas de la clase trabajadora quedaba de manifiesto en uno de los mensajes que la joven escribió en una de sus páginas de las redes sociales: «Voy a proceder», decía Talegón, «a sacarme todas las tarjetas posibles con las compañías aéreas para acumular puntos y que alguna vez, puedan tener un detalle conmigo y con las Juventudes Socialistas. Que para eso les sufro tanto». Como ven ustedes, anticapitalismo en estado puro.

Por tanto, el discurso de la joven en Portugal, en el que se preguntaba qué cómo pretendían hacer una revolución desde un hotel de cinco estrellas, no era más que puro teatro. Muy bien escenificado, pero simple teatro. En primer lugar, porque esta dicharachera joven tiene que estar acostumbrada, tras pasar varios años en Bruselas, a ver a sus compañeros socialistas vivir a cuerpo de rey. Y en segundo lugar porque, a menos que sea tonta del bote, cosa que no parece, es imposible que no se haya dado cuenta, después de siete años, de que sus compañeros socialistas no pretenden hacer ninguna revolución. Ni ella tampoco.

Fueron precisamente algunos cargos de su propio partido los primeros en reaccionar con indignación a su discurso portugués. Dirigentes del PSOE de Castilla La Mancha y de Baleares le pidieron que se dejara de hipocresías y renunciara a sus cargos, si tan revolucionaria se sentía. Pero la joven ya había saltado a la fama y anduvo de plató en plató, supongo que como parte de la misma campaña de marketing en que se encuadra su discurso.

Pero ayer, ese estudiado marketing revolucionario se vino abajo, cuando ella y el eurodiputado socialista Juan Fernando López Aguilar pretendieron asistir a la manifestación contra los desahucios y a favor de la dación en pago, convocada por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y otras organizaciones sociales. En un determinado momento de la manifestación, las cámaras se acercaron a la joven y a su acompañante, para grabarles las consabidas declaraciones. Pero en ese instante la gente prorrumpió en gritos – «Fuera, fuera», «Oportunista», «Culpables» – y comenzó a insultar a los dos representantes políticos, que tuvieron que ser protegidos por la Policía ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos. Tras unos largos minutos de tensión, y en vista de que la crispación iba en aumento, la Policía tuvo finalmente que escoltarlos fuera de la marcha.

Y allá que salieron de la marcha, con más pena que gloria, una llorosa Beatriz Talegón y un impávido López Aguilar, mientras la gente acompañaba su retirada con consignas y gritos sobre el papel que el PSOE ha jugado en la crisis hipotecaria.

Beatriz Talegón no es otra cosa que un producto de la propaganda. Una revolucionaria de guardarropía que pretende, como muchos de sus compañeros, compatibilizar la vida de señorito con los discursos pretendidamente obreristas. Pero no se puede tomar el nombre de la Revolución en vano. Quizá en otra época las poses ensayadas, las provocaciones estudiadas y los discursos calculados le hubieran servido para algo, pero a estas alturas de la película la gente está ya harta de hipocresías. De modo que ayer, toda la campaña de imagen montada en torno a esta funcionaria del partido se derrumbó como un castillo de naipes, entre los insultos de esos mismos en cuyo nombre anunciaba Talegón su revolución de polichinela.

El PSOE intenta, con sus talegones y sus lópezaguilares, subirse al caballo de las protestas ciudadanas, pero ese caballo es demasiado temperamental y no está dispuesto a dejarse domar por quienes solo saben montar el jamelgo de los boletines oficiales. Que los mismos que han provocado esta crisis quieran ahora ponerse al frente de la manifestación contra los desahucios es lo único que le faltaba al caballo del descontento para ponerse a dar coces.

Así que, doña Beatriz, le sugiero que, si quiere usted liderar revoluciones, estudie alguna carrera técnica. Quizá entonces pueda participar en la revolución de las Comunicaciones, en la revolución de la Genética o en la revolución de la Nanotecnología.

Porque en lo que respecta a la Revolución Social, tiene usted las mismas posibilidades de abanderarla que yo de ganarme la vida bailando la danza del vientre.

Los sobres de Bárcenas

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Pensamientos al vuelo

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El vuelo del albatros

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Cuatro amiguetes y unas jarras

Ya que no podemos arreglar el mundo, hablaremos de lo que nos interesa: la política y los políticos, el fútbol, el cine, y todo lo que nos molesta, acompañados por unas jarras de cerveza. Bien fresquitas, por supuesto

General Dávila

Nada hay como el soldado español y mi única aspiración siempre ha sido estar a su altura

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El Patito se vió reflejado en el agua, y la imagen que ésta le devolvía le cautivó por su hermosura: era un magnífico Cisne

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