De espaldas y en latín
La boca pequeña
A vueltas otra vez con la Juani
Arte "moderno"
Recuerdo muy bien una ocasión en la que, queriendo «conocer Madrid», nos aconsejaron a mi padre y a mí que «no dejáramos de visitar el Museo de Arte Moderno». Así que, ni cortos ni perezosos, hicimos un recorrido sentimental por el Madrid que mi padre conoció de joven y que en el ya ahora lejano 1980 tan poco se parecía a lo de antes. Desapareció la Posada del Peine, sustituida al igual que en la canción de Sabina, por «una sucursal del Banco Hispano-Americano» (o de un banco cualquiera: las sucursales bancarias son como las setas, que aparecen donde y cuando uno menos se lo espera).
Y entre tanto recorrido sentimental hubo tiempo para visitar el Museo de Arte Moderno. Era un museo como otro cualquiera: inmaculado, silencioso, con sus bedeles… y sobre todo, sus cuadros. No recuerdo muy bien qué autor exponía, pero muchos de sus cuadros eran «óleos sobre aceite», de tal suerte que, unidos, hubiesen compuesto un excelente catálogo de pinturas de brocha gorda. Pero no era ésa la única genialidad. Me acuerdo también de que un cuadro contenía cinco huellas de la mano de Joan Miró, si no me equivoco. En distintos colores. Muy profundo. Muy filosófico. Y muy caro, por cierto: 250.000 pesetas de entonces. Y otra aún más genial: un «tríptico» de lienzos de 2 x 1,5. En el primero se veía una raya más o menos larga. En el segundo, otra raya más corta. Y en el tercero, una rayita de nada, que casi daba pena ver el lienzo tan en blanco. ¿Título del tríptico? «Esperanza de vida de un condenado a muerte».
Aquella visita me curó para siempre del «arte moderno». Por eso cuando, en la última exposición de Arco, veo que una silla con las patas rotas es «arte», me acuerdo siempre del cuento del «traje nuevo del emperador». Y aunque he mencionado el arte plástico, lo mismo se puede decir del musical. Probablemente John Cage tendrá obras estimables; pero francamente, para titular una obra 4:33, que dure todo ese tiempo y que además lo sea de silencio, no hace falta estrujarse mucho la materia gris. Por no hablar de esos compositores cuyas obras consisten en un amasijo sonoro informe y chirriante. Las oigo por la radio. Normalmente son ejecuciones (nunca mejor dicho) en directo. Cuando termina la obra, se oyen unos correctos y educados aplausos. Nada más. Ninguna emoción.
Por eso me enfada que, ya se trate de pintura o música, traten de venderme esos engendros hijos del resfriado ingenio de algún vividor como «arte». Esos artistas y marchantes de arte saben perfectamente que siempre habrá un nouveau riche dispuesto a pagar lo que sea por parecer de lo más «avanzado» y quiera mostrar a sus amistades lo «atento» que está a las «últimas tendencias». Y no menos me enfada que los críticos (o algunos de ellos) les den palmaditas en la espalda mientras van desgranando chorradas solemnes: «Con esta obra (un conjunto amorfo de hierros retorcidos y a ser posible oxidados), el autor se ha superado a sí mismo pretendiendo mostrar el horror de la guerra. Observemos que uno de los hierros está enhiesto, lo cual se puede interpretar como un dedo acusador…».
Quizá esté un poco anticuado, pero el arte más «moderno» que conozco fue el del período de entreguerras del siglo pasado. Ninguno de estos «artistas» superará jamás la Madona de Port Lligat de Dalí. Para tomaduras de pelo valemos casi todos; para el Arte (con mayúsculas) no tantos, aunque el negocio sea el negocio.
Libertad
Érika Ortiz
Acabo de leer un post de mi amiga Diablesa. Seguramente esta reflexión ya la hemos hecho otras veces y enfocándolo desde otros ángulos; pero creo que en este blog no podía faltar al menos un «apunte» sobre el deceso de la semana: Érika Ortiz, hermana de la Princesa de Asturias.
Lo primero, dejando aparte su condición de miembro de la Casa Real, son las circunstancias de su muerte. Al parecer, Érika estaba recibiendo ayuda psicológica debido a problemas que jalonaban la etapa que estaba viviendo. Qué duda cabe que la presión mediática pudo haber influido en el agravamiento de sus condiciones vitales.
Los consabidos «programas del corazón» patrimonializan de un modo escandaloso la intimidad de ciertas personas que por su posición o las circunstancias que las rodean llamamos «famosos». Y no sólo eso. La norma de actuación de estos medios de «comunicación» no es muy diferente de lo que antaño se decía respecto de las prostitutas: «caída una vez, caída para siempre».
Bien es verdad que quien quiere estar al abrigo de los focos inclementes de esos medios puede hacerlo. Podría ser el caso, por ejemplo, de Antonio Banderas. Podrán gustar o no las películas que dirige o en las que actúa (Locos en Alabama me parece una película muy estimable, por cierto); pero que yo sepa, no ha dado que hablar fuera de lo que es su trabajo y su profesión. Y así es como debería ser para todo el mundo.
Sin embargo, no todo el mundo está tan bien preparado para resistir esa presión. Parece que hay que «asumir» que cuando eres pariente o amigo de famoso, estás obligado a soportar la misma presión. «Todo el mundo» quiere saber de tu vida: qué haces, en qué trabajas, con quién sales, cómo te diviertes… etc. O peor: si te emborrachas, si «pones una raya en tu vida» o con quién te metes en la cama. Así, pues, si la princesa Letizia está bajo los flashes de las cámaras, los «reporteros» de la cosa asumen que todo el que esté relacionado con ella (principalmente familiares) puede ser «objeto de caza».
Supongo que puede haber gente que acceda a entrar en ese circo mediático. Tal vez creen que no se les irá de las manos, que lo podrán controlar. Yo, desde luego, no me prestaría a ello. Mi vida no es nada «interesante» y mucho menos mentiría para poder cobrar la exclusiva «falsa». Podría ir a algún plató de televisión y decir que «me acosté con Fulana de Tal (famosa o famosilla de turno)» y todos los días tendría paparazzi de guardia en el portal de mi casa. Y cobraría mis buenos dividendos aunque fuese mentira, habiendo sabido vestir bien la muñeca.
Por eso me encantó la putada (perdón por el vocablo, pero no me voy a resistir a decirlo) que le gastaron al mundillo ése con el asunto César Sicre. Contrataron a un aspirante a actor y casi modelo (si no lo era, poco le faltaría) y les sacó los colores a los supuestos «periodistas». Y ahí se vio lo que muchos nos sospechábamos: que todo era petardeo y rumor. Y que todo valía para conseguir una «buena exclusiva». Y que a falta de exclusivas políticas o económicas que vender (al parecer, los políticos y los empresarios sí tienen vida privada), se le puede hincar el diente al mundo de la farándula. Que además, a ellos «les viene bien», porque «estar en el candelero aumenta el caché». Es el tradicional y españolísimo bien me meto con quien puedo. Y digo yo que si esos periodistas (algunos lo son, otros no) trabajaran igual de bien para sacar a flote los trapicheos económicos de algunos y las mentiras de otros, tal vez otro gallo nos cantara en España.
Érika Ortiz no tenía ninguna intención de pertenecer a ese circo. Bastante tenía con vivir su propia vida, como muchos millones de personas en España. Descanse en paz.